Se crió en la calle y creció adoctrinado por el terror nazi. Sirvió a
su país persiguiendo refugiados y acabó como prisionero de guerra. Supo
reconvertir su vida, se dedicó al fútbol y convirtió un bando enemigo en un
hogar. Tras múltiples gestas y cientos de reconocimientos, ha muerto como un
símbolo de vida, paz y concordia. Esta es la historia de Bert Trautmann.
No muchos futbolistas logran
conservar la capa de trascendencia con la que se les rodea mientras pisan el
césped. La historia que figura en los libros, la de fuera de los estadios, les
despoja de su nombre, etiquetándoles en la estantería de Épica deportiva, una categoría de cierto aire superficial pero no
muy falta de razón. Sin embargo, no siempre es así. Algunos hombres deciden
convertirse a la fuerza en personajes de ficción, atraídos por los retos que
han superado y animados por la determinación y el carácter que pueden
demostrar. Estos héroes clásicos se agarran fuertemente a su leyenda y la
impregnan de interés y de justicia retrospectiva, como el polvo se acumula en
las enciclopedias del salón familiar. Las grandes biografías se tiñen con el
color de la superación; Edmund Hillary dijo que “no conquistamos montañas, sino a nosotros mismos”. Como si siguiera
la reflexión del explorador neozelandés, Bernard
Carl Trautmann ha vivido durante ochenta y nueve años conociéndose a sí mismo y
escrutando los caminos que el destino le ha ofrecido. Y, lo que es más
importante, sabiéndose capaz de elegir.
Trautmann fue mucho más que un
futbolista. Asusta la diversidad de situaciones a las que se tuvo que
enfrentar. Soldado y prisionero durante el mismo conflicto. Odiado y querido en
las dos naciones con más presencia bélica del siglo XX. Criado y educado en
Alemania, maduró en zona de guerra y encontró trabajo, esposa y nombre nuevos
en Inglaterra (allí le rebautizaron como Bert).
Dentro del césped, pasó del centro del campo a la portería, de sufrir los
silbidos de miles de judíos a recibir la admiración de un estadio entero. Una
vez retirado, se colgó la etiqueta de viajero del fútbol al entrenar a
diferentes naciones africanas hasta que a finales de los ochenta decidió
quedarse a descansar en un pequeño pueblo de Castellón.
El sinfín de cuentos de Bernard
Trautmann comenzó a finales de los años veinte, cuando los ecos de la crisis
económica resonaban fuertemente en su núcleo familiar. Un joven atlético y en
plena búsqueda de personalidad se veía obligado a pedir en la calle e ir de
comedor en comedor comunitario en Gröpelingen, a las afueras de Bremen. Su
padre sobrevivía con un trabajo precario en el puerto mientras que su madre
cuidaba de Karl, su hermano pequeño. Siendo adolescente, Bernard optó por la vía militar y se alistó en la Luftwaffe (fuerza
aérea alemana en la época nazi). “Te alistas en honor de tus padres, para
defender su tierra. No para matar gente”.
Quiso entrar como intérprete de
morse, pero finalmente fue destinado como paracaidista en la II Guerra Mundial.
Durante el tiempo que pasó en el frente de Polonia, vivió un servicio
relativamente tranquilo y con mucho tiempo libre para practicar deporte. Sin
embargo, protagonizó un incidente que terminó con los brazos de un sargento
quemados y con Trautmann encerrado en el calabozo durante tres meses. La
primera parte de su cautiverio la pasó en el hospital militar debido a una
apendicitis aguda.
Paracaidista, suboficial y sargento alemán, acabó huyendo
de todo rastro de guerra, incluido su propio ejercito
En 1941 fue trasladado a la
franja este de combate; en Ucrania se encontraría con sus primeras semanas en
el frente donde comprobaría la dureza real de vivir una guerra. Los rusos le
capturaron pero pudo escapar. Tras ser nombrado suboficial y ganar la Cruz de
Hierro del ejército alemán, fue destinado a Francia. Una vez allí, participó en
el sufrimiento alemán por los bombardeos en Kleve (1944), aunque fue uno de los
pocos supervivientes. Se quedó solo y
decidió emprender su marcha sin rumbo fijo, intentando escapar de los
aliados y de los propios alemanes, que le fusilarían al considerarle un
desertor. Sin embargo, dos soldados estadounidenses le encontraron en un
granero; Trautmann escapó saltando una valla pero al otro lado le esperaba un
sargento inglés, encañonándole mientras le expendía irónicamente una invitación
a una taza de té.
Tras pasar varios meses en un
campo de prisioneros en Ostende bajo diferentes categorías de cautiverio (su
condición nazi no le ayudaba), el alemán terminaría en Ashton-in-Makerfield, en
Chesire (Inglaterra). Allí comenzaría a jugar de mediocentro en las pachangas
que eran comunes entre los prisioneros hasta que un día se lesionó y cambió su
posición con el portero. No se movería de los tres palos. Bert (Bernd resultaba difícil
de pronunciar para los ingleses) había dado, sin saberlo, uno de los pasos más
importantes de su vida.
Una vez libre, Trautmann rechazó
una oferta de repatriación. Según contó posteriormente, las mujeres fueron una
de las razones por las que permaneció en las islas. Alternó diferentes
trabajos, desde las labores de una granja hasta emplearse como conductor o en
una empresa de ladrillos. Comenzó a jugar al fútbol amateur y precisamente en
su primer club (St. Helen´s Town) conoció a la que sería su mujer, la hija de
la secretaria por aquel entonces. La estabilidad le trajo un gran
reconocimiento a su nivel futbolístico y una nueva vida profesional. Tras un
año en el St. Helen´s, el Manchester City le ofreció su primer contrato.
Bert llegó a Manchester en 1949
con muchas barreras que saltar. Y en este caso, tras el muro no le esperaba
ningún sargento inglés, sino los murmullos, la desconfianza e incluso la
indignación de miles de aficionados judíos. A pesar del buen recibimiento que
le otorgaron públicamente el rabino de la ciudad y el capitán del equipo, las circunstancias hicieron muy incómodo el
comienzo de la estancia de Trautmann en Manchester. Pitos, cartas de
protesta al club, amagos de boicot…además, al alemán le tocaba reemplazar al
símbolo local bajo los palos y antiguo combatiente inglés en la misma guerra
que él, Frank Swift, que se retiraba tras más de 500 partidos con el City.
Aquella temporada, los citizens
descendieron de categoría.
“En este vestuario no existe la
guerra”, Eric Westwood,
capitán del Manchester City al recibir
a Bert Trautmann en su club
Sin embargo, hubo un día a
destacar en aquel curso. La primera visita de Trautmann a Londres terminó con
los focos de la prensa sobre el portero alemán. El City jugaba en Craven
Cottage ante el Fulham. Bert comenzó el partido reprendido por el público,
sabedor de las noticias que llegaban de Manchester. Noventa minutos después,
tras varias paradas imposibles y una actuación portentosa, los veinte mil aficionados londinenses y los jugadores de ambos
equipos despidieron a Trautmann con una ovación cerrada. El Fulham había
sido muy superior, pero el marcador reflejaba un pírrico 1-0. El futuro
mostraba un poco de luz a Bert.
Los de Manchester subieron de nuevo a la First división y se hicieron un hueco entre los mejores equipos de Inglaterra. En 1955 perderían la final de la FA Cup ante el Newcastle. Pero el gran día de Bert Trautmann se retardaría una temporada más, de nuevo esa misma final pero ante el Birmingham City. En un partido marcado por los nervios, los citizens se imponían 3 a 1 en el marcador cuando en el minuto setenta y tres se produjo una importante incidencia.
Trautmann salió a tapar un balón
del extremo izquierdo del Birmingham, Peter Murphy, con tan mala suerte que la
rodilla derecha de Murphy impactó en el cuello del alemán. El golpe fue
terrible. Bert resultó fuertemente mareado, aturdido y muy dolorido. Por
entonces, no se permitían los cambios, así
que aguantó hasta el final del partido sin poder ni siquiera girar el cuello.
En esos diecisiete minutos restantes, el alemán realizó varias paradas de
mérito que engrandecieron su leyenda, además de sufrir otro choque con un
compañero de equipo y tener que ser reanimado para continuar jugando. Tras el
partido confesó que aquello fue como “jugar con niebla, no veía el balón”.
Trautmann estrenó su palmarés y celebró el banquete nocturno en el
desconocimiento de lo que sabría días después. Tenía el cuello roto, se había
dislocado cinco vértebras de la columna, rompiéndose la segunda y salvando su
vida por escasos milímetros. La lesión requirió de muchos meses de recuperación
y no le dejó volver al grandísimo nivel que había mostrado hasta entonces.
Además, poco tiempo después de la final, Trautmann
perdió a su hijo John, de cinco años, en un accidente de coche. Esta
trágica circunstancia acabaría desembocando en el divorcio con su mujer.
Un simple bache en el autobús
de camino al banquete de celebración
podía haber terminado con la vida de Trautmann
Los años venideros, Bert asistió
entre premios y reconocimientos a su declive futbolístico. Fue el primer
extranjero en recibir el premio al mejor futbolista del año. Su Manchester City
fue reduciendo su rendimiento hasta descender de categoría en 1963. Un año
después, Trautmann dejó el City con un emotivo partido homenaje contra el
United con Charlton, Law y Best presentes. Tras un paso testimonial por
Wellington y Hereford (dos partidos y fue expulsado por mala conducta), el
alemán decidió iniciar su carrera en los banquillos. Stockport County fue su
primera parada hasta que, en 1967, volvió a Alemania, al PreuBen Münster. En
los setenta trabajaría para la federación alemana en países pobres sin
infraestructuras futbolísticas (Tanzania, Yemen, Liberia, etc.) llegando a ser
el entrenador de Burma. Su periplo terminó con su retiro profesional en 1988,
cuando se asentó en España.
En una coqueta casa en la playa de Almenara (Castellón), Bert
Trautmann vivió los últimos años de su vida junto a su tercera esposa. Desde
allí, pudo trabajar en la Fundación
Trautmann para mejorar las relaciones entre Inglaterra y Alemania a través
del fútbol, llegando a recibir por ello la OBE del Imperio Británico. Él
siempre estuvo muy agradecido a los ingleses, por acogerle y ver en él un ser
humano antes que un prisionero de guerra, reconociendo sentirse “en casa” cada
vez que volvía a Gran Bretaña. Sin embargo, conservaba ese tópico orgullo
alemán cuando recordaba, en sus últimas entrevistas a El País y Panenka, las
27.000 personas que fueron a ver su debut en el filial del Manchester City. “He
seguido viendo los partidos del City. Es mi equipo”.
La tranquilidad de la zona, la
compañía de amigos alemanes (jamás aprendió español) y el buen clima le
ayudaron a tomar la decisión de quedarse en España. Se hizo propietario de un
viñedo y se dedicó a ver fútbol, dar paseos en bici –aún con dolor de su
lesión- y disfrutar de sus recuerdos. Como aquel concierto de la Filarmónica de
Berlín en el que se encontró con la Reina de Inglaterra y ella le preguntó por
su cuello. O como aquellas palabras en las que Lev Yashin le equiparaba a él
mismo.
El pasado 19 de julio, Bert
Trautmann falleció en su casa de Almenara a la edad de ochenta y nueve años. En
los últimos meses ya había padecido dos infartos, tras los cuales había
insistido en continuar con su rutina diaria. Y lo había hecho sin mirar atrás,
al igual que escapó de los dos bandos enfrentados en una guerra mundial. Y lo
había hecho sin complejos, como cuando se presentó bajo silbidos e insultos en
el césped de Maine Road para comenzar una nueva vida. Murió Trautmann entre
condecoraciones y satisfacción personal a pesar de haber recibido los peores
golpes que uno puede sufrir en vida. Y
murió sin darnos la receta de cómo desterrar el odio y convertirlo en orgullo y
paz. Quizás la respuesta se la dio la portería. Quizás siempre hay que
mirar hacia adelante.
Artículo extraído del nº12 de Lineker Magazine: