Cuentan la anécdota en los
sumideros de la prensa española. En un momento relajado de la guerra de
tensiones que supuso la estancia de José Mourinho en Madrid, el entrenador
mantuvo un encuentro cordial con buena parte de la directiva madridista. En un
instante determinado, uno de los grandes mandos del club le preguntó por qué no
mostraba ante la opinión pública su cara más agradable, su perfil de Abel. El
portugués resopló y respondió: “Porque
ahí fuera, en este mundo del fútbol, son todos unos hijos de puta”.
Situaciones y realidades aparte, la contundencia de la idea queda fuera de toda
duda.
Tendemos a idealizar actitudes, a
dibujar personajes en este cuadro que es el fútbol, que admite tantísimas
tonalidades y que regala el entendimiento del juego sin contrastarlo en
exámenes ni pedir nada a cambio. En cada club, la historia es diferente. Y
aunque exista una muchedumbre de guiones por el mundo de este peculiar deporte,
los caracteres se acaban repitiendo cuan ojos de malvado de película de Disney.
Busquen un equipo de fútbol, revisen la alineación sobre el campo, lleguen al
banquillo y escalen sin esfuerzo hasta el palco. Encontrarán un chulo, un
corrupto, un chico de la casa (por lo general, de gesto inocente), un
extranjero -que ya es de la casa-, un foráneo (al que llamamos así porque si
fuera de la casa, sería ya un extranjero), un vividor, un profesional, un
simpático, un inconstante, un cabraloca,
un panadero –con ninguna pinta de futbolista-…ahora bien, ¿alguno de los que han recordado era el entrenador del equipo?
Siempre se remarca lo difícil que
es ser entrenador de élite. No lo suficiente. No existe personalidad capaz de
contentar a público desfogado, jugadores vedettes,
directiva de corte inglés, presidente
vanidoso y cuerpo técnico valiente sin sufrir una úlcera letal. Si además de
todo eso, logra resultados, caerá derrocado por el aura de envidia y la
etiqueta de inhumano que le
generarán a su alrededor. “Demasiado
bueno para ser verdad. Será un cabrón. O un obseso sin vida personal. O las dos
cosas. Hay que alejarlo”. Imagínense en el banquillo de uno de los grandes
de Europa y piensen en la actitud que tomarían, en el personaje que elegirían
ser.
Un entrenador es, por definición, un tipo que renuncia a cosas.
Muchos abandonaron, bien o mal, el césped y saben que seguramente allí quedó su
mayor gloria; los de este estilo buscan más un compañero por lo que les queda
de vida profesional que un amante que les aporte nuevas sensaciones. Además, el
míster no puede permitirse el sentimiento y el desmán, el forofismo que suele
sufrir a escasos metros de su banquillo. No es una regla que se cumpla siempre
–de hecho, en la sala de prensa casi nunca-, pero a la hora de tomar decisiones
es cuando deben olvidar sus simpatías. Sin querer ser presidentes, acaban
renunciando a gastar más dinero en fichajes en pos de la salud del club, las
cuotas de los socios y la gira veraniega por Dubai.
Hablamos pues de un tipo
sacrificado que renuncia a los mejores papeles del estreno para ser el punching ball de la crítica. Ordena a un
jugador lo que él querría hacer mientras recibe las almohadillas del aficionado
que grita lo que a él le gustaría gritar y se prepara para firmar el finiquito
del presidente al que le gustaría aniquilar. En el próximo número de LINEKER MAGAZINE podrán leer un artículo sobre los honorarios de varios de los entrenadores más
conocidos del planeta. En este contexto futbolístico y económico de locura
permanente, podríamos tender a pensar
que ellos, los más cuerdos, merecen también su parte del pastel.
@joseportas
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