Imagino un hombre algo niño.
Mejor dicho, un niño que se atascó en el proceso de maduración. Hay individuos
que dan la sensación de quedar para siempre cubiertos por la protección
materna, simplemente por su aspecto. Despiertan ternura y le crecen las madres
por el mundo entero. Y como madre no hay
más que una, los aburridos que cumplimos la regla sentimos envidia de esos
suertudos, edipos de todo hombre, más
pródigos que hijos y que van robando el amor que debería repartirse
equitativamente entre todos los mediocentros mundiales nacidos con gesto de
gárgola. Pero cuando eres niño no razonas, te limitas a odiar lo que las
vísceras te señalan y a engullir lo que toca en el comedor. Aún sin reflexión,
ya notabas en el patio del colegio que él era diferente. Por física, por
química y por estática. Y es que el chico no paraba.
Unos ojos (casi) orientales en
las escuelas de los ochenta eran lo más exótico que habíamos visto muchos hasta
que nos llevaron a la gran ciudad. Y descubríamos el metro y lo que entendíamos
peligro entre pieles oscuras y personas muy grandes, de hombros continentales,
yo diría. Esa estrechez de miras, la física y real, dio lugar al que
posiblemente fue el mote de la década. Antes de que los aparatos de dientes
fueran brackets, antes de que las gafas de pasta fueran
tendencia en lugar de tortura, todos los
barrios tenían un chino. O txino (entenderán que jamás tuvimos que
escribirlo). Y el chino, yo creo que
por genética, tenía el pelo más compacto e indespeinable del patio. Corría y
corría e incluso en los días más ventosos del otoño, al chino no se le movía ni un pelo de la cabellera. Y es que eso era
lo que hacía constantemente; correr, correr y correr. Lo malo para el resto es
que lo hacía con la pelota entre los pies. Empañando el típico tópico, la
llevaba pegada, cosida con ese maldito cariño que nos había robado de un modo
ilegítimo.
Seamos incorrectos y dejemos
justificar la envidia entre niños. Los pequeñitos más humanos no soportaban que
el chino pareciera desaparecido en el partido y, de repente, se presentara como
un rayo sin el preaviso del trueno. Era
una sombra perfecta. Y eso, por entonces, “no valía”. Se mostraba con la
fuerza que su delgadez escondía, con un gesto que denotaba esfuerzo pero nunca
límites. Nosotros pensábamos que era porque los chinos corrían más. Y punto. Él
partía con ventaja. Respecto a los regates con que nos humillaba o los disparos
con que decidía los partidos, no teníamos nada que decir. Así que le
insultábamos. Cuando comenzaba a llover el Puto
chino por el patio, se acababa el partido porque se acababa la fantasía.
Con el tiempo, algunos nos fuimos
retirando y asistíamos al partidillo casi mortificados, sentados y apoyados
sobre la pared; de repente, aquella fantasía infantil se convirtió en el sueño
de ser adulto. Correr detrás de un balón había perdido su encanto, correr
detrás del chino era directamente de gilipollas. No hacía falta ser Monchi para
darse cuenta de que había evolucionado muchísimo. Disparaba mejor, corría más
rápido y no te dejaba ni oler el balón. El cabrón seguía a lo suyo, jugando como dios y hurtando besos y
miradas entre los muros de aquella cárcel de lápices. Creo que queríamos
crecer para justificar nuestro odio hacia el chino, para razonar que la
perfección no mola. Pero, en el fondo, no queríamos su regate ni su
peculiaridad física. Lo que envidiábamos era que sabía pisar el freno de su
máquina del tiempo. Se sentía como un niño, mientras que nosotros, adultos
fumadores de voz flácida, le analizábamos alicaídos. Nunca asumimos que lo
mejor hubiera sido devolverle las paredes. Pero nadie quería renunciar a ese
oscuro placer maduro que es el odio. Y es que, en la Arguineguín de los
ochenta, odiar era compartir.
Twitter: @joseportas
Artículo extraído del nºXIII de Lineker Magazine:
No hay comentarios:
Publicar un comentario