sábado, 5 de octubre de 2013

Imagine: El chino





Imagino un hombre algo niño. Mejor dicho, un niño que se atascó en el proceso de maduración. Hay individuos que dan la sensación de quedar para siempre cubiertos por la protección materna, simplemente por su aspecto. Despiertan ternura y le crecen las madres por el mundo entero. Y como madre no hay más que una, los aburridos que cumplimos la regla sentimos envidia de esos suertudos, edipos de todo hombre, más pródigos que hijos y que van robando el amor que debería repartirse equitativamente entre todos los mediocentros mundiales nacidos con gesto de gárgola. Pero cuando eres niño no razonas, te limitas a odiar lo que las vísceras te señalan y a engullir lo que toca en el comedor. Aún sin reflexión, ya notabas en el patio del colegio que él era diferente. Por física, por química y por estática. Y es que el chico no paraba.

Unos ojos (casi) orientales en las escuelas de los ochenta eran lo más exótico que habíamos visto muchos hasta que nos llevaron a la gran ciudad. Y descubríamos el metro y lo que entendíamos peligro entre pieles oscuras y personas muy grandes, de hombros continentales, yo diría. Esa estrechez de miras, la física y real, dio lugar al que posiblemente fue el mote de la década. Antes de que los aparatos de dientes fueran brackets, antes de que las gafas de pasta fueran tendencia en lugar de tortura, todos los barrios tenían un chino. O txino (entenderán que jamás tuvimos que escribirlo). Y el chino, yo creo que por genética, tenía el pelo más compacto e indespeinable del patio. Corría y corría e incluso en los días más ventosos del otoño, al chino no se le movía ni un pelo de la cabellera. Y es que eso era lo que hacía constantemente; correr, correr y correr. Lo malo para el resto es que lo hacía con la pelota entre los pies. Empañando el típico tópico, la llevaba pegada, cosida con ese maldito cariño que nos había robado de un modo ilegítimo.

Seamos incorrectos y dejemos justificar la envidia entre niños. Los pequeñitos más humanos no soportaban que el chino pareciera desaparecido en el partido y, de repente, se presentara como un rayo sin el preaviso del trueno. Era una sombra perfecta. Y eso, por entonces, “no valía”. Se mostraba con la fuerza que su delgadez escondía, con un gesto que denotaba esfuerzo pero nunca límites. Nosotros pensábamos que era porque los chinos corrían más. Y punto. Él partía con ventaja. Respecto a los regates con que nos humillaba o los disparos con que decidía los partidos, no teníamos nada que decir. Así que le insultábamos. Cuando comenzaba a llover el Puto chino por el patio, se acababa el partido porque se acababa la fantasía.

Con el tiempo, algunos nos fuimos retirando y asistíamos al partidillo casi mortificados, sentados y apoyados sobre la pared; de repente, aquella fantasía infantil se convirtió en el sueño de ser adulto. Correr detrás de un balón había perdido su encanto, correr detrás del chino era directamente de gilipollas. No hacía falta ser Monchi para darse cuenta de que había evolucionado muchísimo. Disparaba mejor, corría más rápido y no te dejaba ni oler el balón. El cabrón seguía a lo suyo, jugando como dios y hurtando besos y miradas entre los muros de aquella cárcel de lápices. Creo que queríamos crecer para justificar nuestro odio hacia el chino, para razonar que la perfección no mola. Pero, en el fondo, no queríamos su regate ni su peculiaridad física. Lo que envidiábamos era que sabía pisar el freno de su máquina del tiempo. Se sentía como un niño, mientras que nosotros, adultos fumadores de voz flácida, le analizábamos alicaídos. Nunca asumimos que lo mejor hubiera sido devolverle las paredes. Pero nadie quería renunciar a ese oscuro placer maduro que es el odio. Y es que, en la Arguineguín de los ochenta, odiar era compartir.


Twitter: @joseportas

Artículo extraído del nºXIII de Lineker Magazine:


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