Si el mes pasado intentábamos,
completamente en vano, ponernos en la piel de esos supervivientes entre
sentimientos, los entrenadores, este mes nos solidarizamos con aquel que
siempre está pero del que nunca se habla. El banquillo termina siendo el objetivo
más deseado para unos pocos y el apoyo, literalmente, menos reconfortante para
la gran mayoría. Andamos reflexivos en la redacción de LINEKER MAGAZINE. Será
la lejanía que nos separa de los momentos en que se decide la temporada; o
quizá sea el frío que nos evita empatizar con aquellos deseosos de calores
mundiales o de celebraciones coloridas. El asunto es que estamos en invierno, ahí
fuera hace mucho frío y nosotros preferimos lanzar la imaginación –que no las
campanas- al vuelo con una disertación sobre lo que supone ese antiguo amigo de
cemento, antes rasgabicepsfemoral y
ahora, por lo general, reconvertido al plástico más industrialmente generoso. Sentémonos.
El banquillo es descanso. Es
reflexión, frío y espera. Ya sabemos el odio que le profesan la mayoría de superprofesionalizados ávidos de engordar
el palmarés del equipo con el relleno de la aportación individual; es ésta una
carrera en la que resulta mejor no preguntarse si el protagonista busca el mejor sabor para el pavo o el mayor ego posible
para el cocinero. La cosa es que el futbolista suele estar incómodo, sí. No
puede correr, meter goles ni pegar patadas; y con el gran hermano digital en
vigilia continua, tampoco le conviene rajar del entrenador ni parecer demasiado
amigo de los rivales.
Por cierto, resulta mucho más
natural el movimiento de los entrenadores alrededor de la banda. Tanto en las
entradas como en las salidas, deja caer el míster que se siente como en casa, sabedor, eso sí, de que nunca ha tenido -ni
tendrá- las llaves de la propiedad. Se mueven mejor en la banda ellos que
los jugadores y entablan con el dichoso área técnica una relación de mucha
mayor confianza y serenidad propia. Saben que la carrera de entrenador puede
extenderse en el tiempo de forma casi hurtadiana
y prefieren hacerse a su minipiso particular, al lugar donde dejarán la
botellita de agua y al espacio de esprint que utilizarán en caso de triunfo
instantáneo. Saben que su alquiler no admite opción a compra y se resignan a
vagar de hotel en hotel cuan soltero libre y deseado. Y es que tras años de
proyectar una imagen paternalista, el gremio de los míster seguramente haya recibido con una sonrisa a esos bad boys con cláusula de rescisión y
personalidad por encima de colores. En el siglo XXI, el entrenador puede molar.
Todo aquel que pise un banquillo
debe haber pisado antes el césped, admitiéndose mayor o menor éxito en la
contienda. Hemos hablado de jugadores y de entrenadores. Ahora bien, coloquen
en sus más profundos sueños aquellos futbolistas que saborean la parte final de
su carrera. Pueden ser todo raciocinio, de técnica divina o con tremendo
corazón. Imaginen esa cualidad en el banquillo. ¿Qué tendría un equipo dirigido
por Paul Scholes?, ¿cómo atacaría un Milan con Pirlo en el banquillo? Piensen
en la posibilidad de que Balotelli pudiera repetir el efecto Simeone. Excesivo, de acuerdo. O no. La magia del banquillo es tan grande como la del propio fútbol. Son
esas dos vidas unidas por un hilo de transición, tan fino e incierto que puede
causar desde la transformación personal más traumática hasta una segunda parte
tan brillante como El Padrino II. Aunque sería la tercera muestra de la saga el
motivo de mandar a Francis Ford Coppola a otro tipo de banco. Tienen razón, ya es hora de levantarse.
Editorial de Lineker Magazine nºXV:
http://www.linekermagazine.es/lineker-magazine-no15-el-banquillo-de-principio-fin/
Twitter: @JosePortas
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