viernes, 7 de diciembre de 2012

Bale, rápido y brillante





Parece proceder de un mundo imaginario. Con una velocidad similar a la de un rayo animado y un peinado propio de un dibujo japonés, Bale es la personalización del estereotipo al que aspiran adolescentes soñadores: Joven, alto, rápido, sobresaliente y con un brillante futuro por delante. La naturaleza le ha dado las condiciones; ahora, él deberá tomar las decisiones. ¿A dónde va Gareth?

Todos conocemos al lateral del Tottenham Hotspurs. O extremo. O carrilero. Debates aparte, el hombre que abusa frenéticamente de las bandas de White Hart Lane cumple su sexta temporada allí y su octava temporada en la Premier League con tan solo veintitrés años de edad. Impresiona decir que parece un veterano, como aquellos grandes nombres de todas las ligas que acumulan casi una década en el césped y podrían tener la edad de un hermano pequeño. Bale ha ganado premios individuales destacando por su condición de nacionalidad (mejor jugador galés), juventud (mejor jugador joven de la Premier League) y calidad futbolística (mejor jugador de la competición en la temporada 2010/2011). Ahora bien, existe en torno a su figura la sensación de que algo le falta al bueno de Gareth para completar su licenciatura futbolística, para esculpir su nombre en el muro de aspirantes al respeto absoluto, independientemente de los colores de su camiseta.

Los románticos considerarían un bonito accidente para un futbolista de élite el haber nacido en Gales. Simplemente el tener a Ryan Giggs de compañero y espejo supone un honor con olor de orgullo irrechazable y con imagen de autohomenaje a la profesión. Como si jugar a favor del país propio fuera realmente un descanso dentro de la rutina, la onza de chocolate entre reuniones y visitas forzadas. Si Gareth es un romántico, el País de Gales será su Navidad y el Y Ddraig Goch (dragón rojo) de su bandera ocupará el cuadro principal del salón de su casa paterna. Algo tan edulcorado de imaginar que supone un problema para los competidores y realistas del fútbol, lamentablemente cargados de razón pero no de ilusión. Es complicado alcanzar los últimos metros del Himalaya de los triunfadores si el traje protector, y frecuentemente salvador, es de color blanco, no brilla sobre la nieve y no evoca ningún sentimiento, reflejo o recuerdo. Y si lo hace, resulta inocuo.




Desde el punto de vista futbolístico, el País de Gales apenas existe a nivel internacional. Lleva cincuenta y cuatro años sin jugar ninguna fase final a pesar de haber contado con nombres importantes, como Ryan Giggs, Gary Speed, Ian Rush, Mark Hughes o el propio Gareth Bale. Es difícil imaginar un Maradona sin Argentina, un Gerrard sin asociarse a un león. En cotas más cercanas a la cal, Roberto Carlos difícilmente habría sido Balón de Plata sin su sonrisa amarela. Considerando lo arraigado de los diversos nacionalismos en el Reino Unido, cabe preguntarse hacia qué océano nadará Gareth. O quizás dar por hecho que la amargura por no poder destacar en grandes torneos se esconde tímidamente entre las montañas de Gales, orgullosa de su enorme personalidad y resignada a invadir la casa del vecino y a ennoviarse únicamente mediante el anillo olímpico. Como una novia sin su ramo de rosas.

Sinceramente, no parece Gareth Bale un futbolista con problemas de identidad. Al contrario, sus profesores del colegio e instituto destacaban “su determinación y su carácter para conseguir las metas que se proponga”. En la escuela iba tan sobrado que cuando llegaban los partidos, le obligaban a jugar a un solo toque y con su pierna mala. Los analistas señalan que una de las claves para rematar la madurez de Bale podría ser terminar de definir su posición en el campo. La etiqueta inicial de lateral se le queda tan corta como la superficialidad aplicada a algunos extremos del fútbol internacional. Pizarras fuera, lo único que parece claro es que Gareth necesita espacio para respirar y aire para correr. La velocidad y potencia precisan del recorrido más largo posible para alegría de un mayor número de espectadores. El sentimiento más vital del fútbol no quiere vallas ni desea fronteras para un todoterreno como Bale.

Independientemente de las decisiones de sus entrenadores, el carácter de líder y las cualidades que tiene el galés tomarán su propio camino. Gareth es el aire que inhala el Tottenham y que mantiene su desequilibrada personalidad lejos del riesgo de la mediocridad. Como su condición gaseosa podría reflejar, el fútbol de Bale es incontenible y, en ocasiones, breve y efervescente. Resulta tan atractivo para el gran público como manipulable para los trajeados gurús que pueblan los banquillos. Sin él, la canción tendría letra, pero no estribillo. La película en White Hart Lane sería siempre en blanco y negro. Y es que el éxtasis nunca se alcanzó con contención.



Hay otro pensamiento colectivo que aboga por colocar la pieza que falta en el puzle de Bale en otra ciudad o, a lo sumo, en otro equipo de Londres. La centralización de los poderes periodísticos, el lúdico mercado de agentes y la humana bendición de la imaginación le han colocado varias camisetas diferentes. Una blaugrana cuya filosofía podría no dejar atisbar al mejor jugador y una blanca que exprime los talentos por inanición del entorno. Sea como fuere, no parece que Bale necesite un mejor ecosistema para aprovechar sus condiciones. El ambiente incendiario de los clubes españoles podría acabar afectando a sus pulmones más que el smog londinense. Y ni siquiera se mencionan las variables puramente futbolísticas, aquellas que desaconsejan internar a una estrella fugaz en el planetario. Esas que prefieren un cielo abierto para apenas atisbar un reflejo que imaginan ya delicioso.

Gareth Bale es uno de los gestos de la Premier League. Velocidad, intensidad e imagen son tres sustantivos tan aplicables a la competición como al competidor. La mente del aficionado exige generosidad ante un jugador generoso en sus donaciones, en sus esfuerzos por convertir el fútbol en un espectáculo a medio camino entre la teatralidad del West End y la autenticidad del viejo Wembley. Y es que si Bale busca algo, seguramente lo encontrará más pronto que tarde. Lo hará con amargura u orgullo, en Londres o fuera de UK. Desde la banda izquierda o desde la banda izquierda (no hay elección). Pero nunca dejará de ser rápido y brillante, como una verdadera estrella a la que se deja respirar. Lo que uno imagina sobre Gareth Bale es tan extraordinario que la realidad no podrá abarcarlo. Es lo bueno de la imaginación. Al igual que el cielo, deja espacio de sobra para las estrellas.




Artículo extraído del nº 4 de Lineker Magazine:
http://es.calameo.com/read/00170973675da5ef28b6b




lunes, 3 de diciembre de 2012

Imagine: Goles como sonrisas





Imagina que todos los árboles florecen en octubre. Y que nunca pararán de soltar hojas, siempre de color amarillo. Imagina un disco interminable y emocionalmente inteligente, nunca cautivo de los estados de ánimo ni del equipo de sonido disponible. ¿Y si todos los reencuentros fueran dulces, sin recuerdos de marchas amargas?, ¿y si todos los días tuvieran esos instantes por los que merece la pena aguantar semanas, meses o años? ¿Y si los oasis coparán el desierto? 

Imagina un fútbol cuya gloria se decide cualquier día de cualquier mes. ¿Y unos títulos trasladados a un gris miércoles de finales de octubre? No parece serio, claro. Tampoco lo sería un equipo llamado Reading, un estadio de nombre Majedski y un árbitro de apellido Friend. Pero en nuestra imaginación los clubes de fútbol pueden ser reductos ejemplares del conocimiento y del respeto; como los libros, del silencio más edificante. Serían equipos que tratarían a los árbitros como amigos reales que simplemente quieren mejorar su conducta, como padres con la vara del poder moralista y el altavoz contra las quejas siempre preparado. Y toda esta clase magistral se impartiría en un estadio que podría pertenecer a un magnate inglés relacionado con la industria del automóvil…o bien a un millonario ruso que utiliza el fútbol como ajedrez desengrasante del lujo tóxico que rodea su rutina. Seguimos imaginando, ¿no? Toda esta caterva de nombres parece más propia de un juego sin los derechos de copyright de los verdaderos protagonistas. ¿O es que Damián Martínez podría ser un portero creíble para el Arsenal? 

Imagina que los goles fueran gratis, como las sonrisas. Algunas más bonitas que otras, pero siempre bienintencionadas. Que hubiera más o menos goles durante un partido dependería de los aciertos y errores humanos, del talento, de la ingenuidad de los futbolistas, o simplemente de la inestabilidad de un defensa sobre un verde recién regado. Algunos renegarían de un fútbol sin pizarra como de un vehículo sin sistema de navegación. Otros preferimos pensar en un deporte tan grande y poderoso que no necesita que nadie le diga dónde ir, ni mucho menos cómo llegar. Imaginemos un juego tan auténtico como espontáneo, basado en decisiones personales, sin adulterar por millonarios ególatras de laboratorio cuyo afán por buscar enemigos es solo comparable a sus posibilidades de encontrarlos. ¿Y si Chamakh fuera el Marouane más conocido del fútbol mundial?, ¿podría llegar a estar entre los diez mejores delanteros del planeta? Se sentiría tan confiado en sí mismo que cerraría eliminatorias a base de sangre fría al ejecutar vaselinas. Imagina también que Walcott es aquello que, a veces, parece ser. En otro mundo, la constancia de Theo rescataría al geniecillo del lodo de la irregularidad. Metería los goles de par en par y regalaría múltiples asistencias. Sería el Messi de este lado del Atlántico. 



Imaginemos un fútbol con cinco goles en la primera parte y tres en la segunda. Un juego donde, independientemente de la competición, no existieran los empates y siempre se disputaran prórrogas. Los espectadores asistirían a un deporte inquieto, incauto e hiperventilado, donde Laurent Koscielny tendría la misma facilidad para meter gol en su portería que en la contraria. Una auténtica utopía en la que Giroud sería el mejor cabeceador del mundo y Leigertwood jugaría como titular en la selección inglesa. No menos enrevesado es pensar en un fútbol con el termómetro invertido; aquel en el que los músculos mediterráneos de Cazorla y Arteta se congelan en la grada mientras que los hijos del frío Norte, Arshavin y Pogrebnyak, muestran su sangre caliente en forma de fútbol intenso.

Imagina una competición llamada Capital One Cup en la que el fútbol es como siempre quisimos que fuera. Como un océano inundado de goles. Como un escenario con olor a tierra húmeda dentro de un circo sin carpa, con sonrisas y exclamaciones como fotografía y banda sonora. Es 30 de octubre. Comienza el otoño y las hojas se caen de los árboles. Imagina un miércoles con doce goles.

Artículo extraído del nº4 de Lineker Magazine, pág.68:
http://es.calameo.com/books/00170973675da5ef28b6b


jueves, 15 de noviembre de 2012

La mejor unión posible



Cuentan que John Lennon sintió envidia de Paul McCartney al conocerle durante la adolescencia. Le costaba encontrar su propio talento y le imponía el aura de McCartney. Lo que John jamás llegó a visualizar fue la reacción de Paul, veinte años más tarde, cuando se enteró de la muerte de Lennon. Había perdido una parte de sí mismo. Lo que fueron (y firmaron) juntos se convirtió en algo irrepetible, intangible e inalcanzable. Esa maravilla temporal y circunstancial fue fruto de la unión de dos talentos y caracteres que, de algún modo (caprichoso y bienintencionado) intentamos asemejar en este artículo a uno de los dúos más importantes de la historia del fútbol inglés. Brian Clough y Peter Taylor.

El fútbol tiene un componente que eleva el sentimiento de unión y desunión al máximo exponente. Nada provoca más amistades y rivalidades que este viejo y popular deporte. Todo niño en época escolar reconoce como uno de sus mejores amigos al gamberrete que, (solamente) durante los momentos del recreo, olvidaba su estatus superior para celebrar de manera apegada un gol, siempre dudoso, entre chaquetas y piedras. El recuerdo se repite en la adolescencia; ese largo partido entre las hormonas y el alcohol, generalmente expulsado de un modo forzoso durante aquellos córneres del domingo por la mañana, cuando los compañeros de frenesí nocturno se mostraban vomitivamente solidarios. Y qué decir de esa época de la vida en la que la expresión “los pequeños placeres” cobra su sentido total. Las terrazas de cualquier ciudad se llenan de parejas de adultos de mediana edad (expresión que no molesta a nadie) cuya mayor afinidad se disfraza con los colores del equipo local, dejando de lado por unos momentos aquellas convergencias personales que pueden resultar más dolorosas. Convendrán conmigo en que las celebraciones en el patio del colegio, los córneres dominicales y las cañas callejeras serían imposibles sin compañía. Y con demasiada serían algo peores. Y es que, aunque recordemos tridentes, rombos, defensas de cinco, onces y plantillas de veintitrés, el fútbol es un deporte múltiplo de dos.


Será la solidaridad colectiva tornada en seriedad la que nos lleve a buscar ese gran amigo sobre el césped. Ese sentido casi militar del fútbol que ninguna conquista bélica puede igualar en motivación. Ese delantero ratonero que depende del talentoso buscador de espacios; aquel tanque llegador que mantiene una relación de mutualismo con el lateral, siempre voluntarioso. O la simple conveniencia. En el palco de honor y la grada rasa, de la necesidad se hace virtud; se busca respectivamente cerrar negocios y repartir abrazos, con el cinismo como firma en la parte noble y la honestidad como garantía humana en los bajos fondos. Pero las cuestiones y curiosidades más ninguneadas se pegan al muro de división entre el verde y el gris. El dichoso y tan traído banquillo. ¿Cómo encontrar a una media naranja allí? Y, sobre todo, ¿por qué?
Brian Clough y Peter Taylor fueron un perfecto ejemplo de encaje de piezas en la dirección de un equipo de fútbol. Juntos enseñaron lo que puede definirse como la sinergia técnica en la gestión de una plantilla. 

Hablar de humanidad en el deporte moderno puede rayar lo obsceno, pero el trabajo de Clough y Taylor, tecnificado y sin margen de improvisación en sus colegas del siglo XXI, estuvo siempre fundamentado en dos cualidades del todo intocables e inalcanzables por una máquina. Carácter y talento. Eran conscientes de sus dotes y de la necesidad de mantenerlas juntas y en la misma dirección para alcanzar las cotas más altas; a pesar de ello, la propia identidad tiró de significado en el diccionario y agotó los caminos hasta las últimas consecuencias. El carácter de Clough nunca cedió un ápice de su personalidad mientras que el talento de Taylor quiso explorar sus límites fuera del laboratorio casero. Los resultados fueron tan decepcionantes para los protagonistas como lógicos por su naturaleza. Pero comencemos por la época feliz.


Brian Clough y Peter Taylor se conocieron en Middlesbrough en 1956. Clough llevaba una temporada en el Boro, demostrando ser uno de los mejores delanteros del país tras sus trabajos eventuales como mensajero y el servicio militar a su nación. Taylor llegaba ese verano del Coventry City con la intención de convertirse en el portero titular. Clough marcaría 222 goles en 204 partidos en la ciudad del capitán Cook hasta romperse el ligamento cruzado anterior y ver afectada el resto de su carrera. No hubo títulos. El mayor logro de ambos en aquella época fue simplemente encontrarse, congeniar y mantener larguísimas charlas sobre fútbol. Sin embargo, los triunfos no se harían esperar demasiado. Tras comenzar su idilio en el Hartlepool United, Clough & Taylor tomarían las riendas en 1967 del Derby County, que llevaba diez temporadas seguidas atrapado en el fango de la segunda división. Tres años después estaba jugando una competición europea. Y en 1972, el Derby County ganó la liga. Tras divergencias con la directiva, en 1973 marcharon a Brighton, donde los pobres resultados separarían nuestra querida pareja por primera vez en su historia. Taylor quedó al mando del equipo y Clough, tras un pequeño descanso, se dispuso a afrontar su mayor reto individual, entendido con el tiempo como su fracaso superlativo. El Leeds United le contrató para sustituir a Don Revie y Clough duró en el cargo aquellos famosos cuarenta y cuatro días. El choque de estilos y la falta de Taylor fueron las principales causas de una caída perfectamente reflejada en el conocido film “The Damned United” (Tom Hooper, 2009).

The Damned United (2009)

La no tan extraña pareja se reencontraría en Nottingham para firmar la escalada más triunfal de un club en la historia del fútbol moderno. Abanderado de un visionario y exótico, por entonces, juego de toque, Clough comenzó con el Forest en segunda división en 1975. En 1977 subieron a la First Division. En 1978 lograron su primer título de Liga y de Copa tras permanecer un año natural sin perder un partido. En 1979 levantaron su primera Copa de Europa, título que repetirían en 1980. Dos temporadas para subir a la First Division y tres más para ganar nueve competiciones. Tan inédito resultaba por entonces como increíble resultaría ahora. La historia dichosa termina en 1982. No lo hacen los triunfos (más espaciados en el tiempo) ni los titulares en prensa (menos centrados en el juego), pero sí la relación laboral conjunta de Clough y Taylor en el Nottingham Forest. La senda de la felicidad se iba a convertir en un trazado angustioso que marcaría de por vida a ambos protagonistas. Peter Taylor dejó Nottingham para volver a Derby donde protagonizó un par de irregulares temporadas y llegó a derrotar al propio Forest de su amigo. Sin Taylor, Clough tardaría siete años en lograr un nuevo título. Su avanzado alcoholismo, sus crecientes rarezas y el paso del tiempo hicieron mella en el entrenador, que se retiraría definitivamente en 1993.


Brian Clough es considerado, por muchos, el mejor entrenador inglés de la historia del fútbol. No cabe duda de que sus meteóricos resultados han contribuido a tan excesiva definición. Sin embargo, fue su enorme carácter el que le provocó y continúa provocando la menor de las indiferencias. Para Clough el fútbol era, ante todo, un juego creado y compartido entre caballeros. Se erigió con el tiempo como el mayor defensor de este deporte, imponiéndose como su legítimo representante. Siempre creyó personalizar el grito del fútbol ante los entrenadores antideportivos, los directivos entrometidos y los tramposos clubes grandilocuentes de aquella época. Y para ello no dudaba en utilizar métodos realmente curiosos. Clough fichaba constantemente jugadores sin comunicárselo a la directiva y tras una simple charla con ellos. En 1973 acusó a la Juventus de amañar una eliminatoria europea contra el Derby County al ver entrar a un bianconeri en el vestuario arbitral, cabreado por comprobar que los italianos vieron tarjetas a propósito restándole toda importancia al partido de vuelta (la ida en Turin terminó 3-1). Sus roces con la afición y directiva en Derby fueron constantes. Ya en Nottingham su autocomplacencia con sus métodos se vio potenciada por los triunfos. ¿Quién podía discutirle a Clough la decisión de llevar a Peter Shilton a entrenar a una rotonda madrileña porque el césped del Bernabéu no estaba en buenas condiciones antes de la final de su segunda Copa de Europa? Solamente una persona. Peter Taylor.

The Damned United (2009)

El fútbol unió durante mucho tiempo lo que la inercia, el destino y hasta el azar quisieron separar. Solo las diferencias fuera del campo pudieron ensanchar la distancia en una comunión que resultaba perfecta cuando el foco estaba en el césped. La curiosidad y ganas de volar solo de Taylor le llevaron a abandonar la compañía de su amigo en varias ocasiones, con inerte resultado. Sus proyectos resultaban bienintencionados pero faltos de creencia, algo así como equipos probeta. No estaba allí Clough para aportar su carácter incendiario, su magia para involucrar a todos los presentes en el triunfo. No estaba Brian para convencer a Peter de que podían hacerlo. Del mismo modo, en su propio monólogo Brian Clough se revolcó en el fracaso de sus métodos en Leeds y pareció disfrutar de su gradual decadencia laboral y humana en Nottingham. No faltaron piques, encontronazos y peleas, una de ellas causada por la publicación de la biografía de Peter Taylor sin avisar a Clough. El traspaso en 1983 de una de las estrellas del Forest de Clough al Derby de Taylor finiquitó la relación. Clough declaró: “Nos vemos casi todos los días de camino al trabajo por la autopista A52. Pero si su coche se averiase y me pidiera que le llevara, no lo haría. Le atropellaría”.


Los entrenadores no volvieron a trabajar juntos. Los amigos no se dirigirían más la palabra. La sabiduría futbolística se mostró distante con la comprensión más pura de este deporte. A su vez, el triunfalismo pecó de prepotencia creyendo que podía saltar sin red. No caigamos en ser políticamente correctos. La historia ha sido injusta con el papel de Peter Taylor en toda esta fábula. Y es que la humanidad resulta fría e implacable con los segundos. En realidad, el cuento de Brian y Peter es la dicotomía de nuestra vida diaria. Sin tímidos, no habría focos para los populares. Sin la luz de los protagonistas, no se reconocerían las sombras de los secundarios.

En 1990, Taylor escribió un artículo sobre Clough, aconsejándole retirarse de un modo digno. Cuatro años después, Peter murió repentinamente en la costa mallorquina. Brian quedó afectadísimo con la noticia y se dejó llevar en su lamentable y lamentada excentricidad. Fue consciente entonces de que ya no se repetirían aquellos largos viajes en coche para intentar fichar a espaldas de la directiva a un jugador treintañero y gordo. Clough nunca volvió a ser el mismo y falleció en 2003 tras acentuarse gravemente sus problemas con el alcohol.


Brian Clough dejó para la posteridad una enorme colección de frases punzantes, dignas todas de su posición en el Olimpo futbolístico inglés. Pero de todas ellas, destaca sobremanera una. Seguramente la más simple y sincera que salió jamás de su boca. Un pensamiento que expulsó en 1993 al dejar los banquillos, pero que podía haber repetido durante ciertos momentos de su carrera.  Aquel día, Brian Clough definió su relación con Peter con una frase que también podía haber pronunciado su gran amigo:

 “Mi único lamento es que mi compañero no está aquí”.

Seguro que el entrenador podrá encontrarlo en la autopista A52, curiosamente renombrada con el tiempo como Autopista Brian Clough. A través de ella, Brian construyó el equipo más apasionante que ha visto Inglaterra.

Eso sí, conducía Peter.


Artículo extraído de Lineker Magazine nºIII:
http://es.calameo.com/books/001709736ee1beb528bab





martes, 6 de noviembre de 2012

Un partido brillante





Hay partidos de colores brillantes. Más atractivos de lo normal. Partidos a los que el azar de los sorteos cuida concienzudamente, añadiéndolos de un modo tan caprichoso como juicioso en determinadas fechas del calendario. El destino entiende y aplica el placer de lo puntual, de lo sucinto. La ocasionalidad de ciertos choques resulta especialmente seductora para el aficionado clásico; aquel que valora ver a su equipo en un estadio inédito, que supedita su simpatía a los gestos durante su niñez, aceptando su criterio infantil como el más válido de todos. Ese gourmet del fútbol bien entendido que prefiere equipos y partidos de muchos colores.

El BVB siempre fue diferente para la mayoría de nosotros. Para empezar, eran alemanes vestidos de amarillo. Esto ya parecía una contradicción cuando en España lo más parecido que habíamos visto a ese color era la camiseta de Carmelo en el Cádiz. La Alemania dura, el mítico rodillo, la salsa agridulce y triunfante que envolvía todos los platos…era blanca. Un blanco neutral y demasiado limpio para nuestro siempre desordenado país. También podía ser verde. Pero nunca amarillo. Resultaba complicado aliar la alegría con los hipotéticos villanos. Era preferible meter al Borussia en el mismo saco que el Bayern de Munich. Altos, malos, toscos, poderosos, oportunistas, orgullosos, superiores…pero, de repente, cuando ya había conseguido olvidar el color de su camiseta, aparece un tipo bajito y castaño. Quejicoso en sus formas, pero delicioso en su fútbol. Se llamaba Andy Möller y para mí siempre será una de las caras de este club. Un futbolista distinto, irregular, uno de los primeros a los que comenzaba a aplicarse el término mediapunta como algo innovador por entonces. La posición era indiferente, lo importante era que tocara la pelota. Y si lo hacía, yo era del Borussia. Vestían de amarillo y negro y jugaba Andy Möller. Y cuando no hacían falta más argumentos para convencerme, la televisión digital se encargó de mostrarme uno de los estadios más imponentes del fútbol mundial. El Westfalenstadion (no me da la gana llamarlo de otra manera) es precioso, sublime y grandioso. Es uno de esos escenarios que hacen los partidos más grandes de lo que son.




El tiempo se ha encargado de facilitar mis simpatías. España ha endulzado sus ideas futbolísticas, pasándole parte de la diabetes a Alemania, derrotada por nuestra selección en dos ocasiones (Eurocopa y Mundial). El Borussia de Dortmund se ha convertido (si es que no lo era antes) en un club moderno, justificante directo de la existencia de una competición como la Champions League. Aglutina un conjunto de jugadores jóvenes, veloces, carismáticos y de gran calidad. Le presumimos política social, títulos y buen fútbol. Y todo ello visualizado en la sonrisa de su entrenador, Jürgen Klopp. Un tipo feliz con su vida y generoso con mostrársela al resto, un hombre seguramente consciente de la alegría y simpatía que despierta su club. No nos engañemos, Klopp cae bien; y mejor aún si se le compara con colegas suyos abandonados al discurso de la excusa, a la dramatización continua y a la confrontación como origen y fin. ¿Podrían, tan solo, callarse y sonreír?

Hoy hay partido y de los buenos. Siéntense y disfruten de la mejor historia y de la intensidad más punzante. De todo lo bueno de la juventud y de la experiencia. Exijan valentía, condenen la dejadez. Olviden porterías y palabras y quédense con el balón. Y sonrían. Amarillos y blancos en un estadio azul al rojo vivo. Un partido brillante.

























lunes, 5 de noviembre de 2012

Imagine: Pickles




Pronunciaba Bob Dylan una frase tan cargada de razón como de argumentos atemporales. “Times are changing”. Por entonces lo escuchábamos mucho por aquí; cuando digo “aquí”, hablo de Barnet, un tranquilo municipio del norte de Londres. Es mi lugar de residencia desde que cumplí trece años, durante aquel inolvidable 1966. Como buen adolescente, solo me interesaba la banalidad de la vida. Pero aquella Inglaterra estaba cambiando, sí. Acabábamos de ceder las Rhodesias (no las perdimos) y veíamos como nuestros hermanos estadounidenses comenzaban a enfangarse en aquella tierra de arrozales llamada Vietnam. A mí me daba igual aquello; me bastaba con robarles los discos de Dylan y de Stevie Wonder (eso sí, a precio de importación) y con saber que nuestra música, orgullo nacional, comenzaba a ocupar parte del ritmo y del corazón norteamericano.

Ya por entonces, éramos una nación con las ideas claras y los gustos definidos. El inglés es un cuerpo con unos tatuajes visibles para el mundo entero, tan consciente de su poder como de las cicatrices que le limitan. No nos gusta perder el tiempo, excepto si hablamos de our business. Y ahí entra el fútbol; pasatiempo de ricachones, presunción de la calle y pegamento social. Estas palabras rondan mi mente ahora, en pleno siglo XXI, y no en el 66, cuando mis preocupaciones menos triviales eran elegir la pared contra la que imitar los lanzamientos de Charlton y buscar un pub en el que probar mi “primera” Newcastle Brown Ale. Porque los tiempos han cambiado, porque los tiempos siguen cambiando y yo ya tengo otra forma de ver la vida. Lo que pasó en julio de aquel año debía ocurrir y, tarde o temprano, nos iba a pasar. Lo de Pickles había sido un aviso. Algunos de ustedes lo recordarán. La Copa del Mundo se iba a celebrar en Inglaterra aquel año; la expectación era tan grande que la copa se exhibió en Westminster unos meses antes. Sí, alguien la robó. Y sí, un perro llamado Pickles la encontró varios días después, envuelta en papel de periódico en la zona sur de Londres. Quizá hubiera sido mejor si no lo hubiera hecho.

Aquella competición quedó en el recuerdo por las gestas de Eusebio, el Brasil de Pelé (moribundo por entonces y resucitado cuatro años más tarde), la Sudáfrica apartada por el apartheid (paradójico) y el ambiente antibritánico en los medios de comunicación internacionales, con continuas indirectas sobre un posible amaño de la Copa. No les faltaba razón. Hicimos aumentar la cuota de árbitros ingleses, le dimos más descanso a nuestra selección e incluso cambiamos durante la competición los estadios inicialmente previstos para Inglaterra con el fin de presionar a los rivales. Con eso y con el fútbol puro de Banks y los Charlton llegamos a la final ante el ogro alemán.


El partido fue uno de los más abiertos que se recuerdan en esta competición. Tensión, goles, remontadas…Wembley, Londres e Inglaterra vibraron con aquel choque, sabedores de su favoritismo y concienciados de que la suerte iría con ellos. 65 años llevaba Alemania sin ganar a Inglaterra. Aquella racha no iba a parar en el momento cumbre. Aquella tarde había conseguido colarme junto a mi amigo Ian en The Eagle, uno de los pubs más mencionados por nuestros hermanos mayores. Mis padres querían ver el partido en casa, pero mi sentimiento de equipo me pedía ver la final en una compañía que, al menos, igualara mi nervio. Así que convencí a Ian y marchamos hacia Farrington Road. La aglomeración en la calle resultaba tremenda. La grandeza del momento se respiraba en el ambiente y nadie quería perdérselo. Una vez dentro, subidos en una mesa de madera en una esquina del pub, el humo y la distancia al único aparato de televisión dificultaban la visión. Pero la final se notaba, se sentía. We were in.

Rozábamos el éxtasis cuando Inglaterra ganaba en el minuto 89. Fue entonces cuando el alemán y malnacido Weber igualó el partido. 2-2 y al extra-time. Una vez allí, sucedió lo conocido por todos. A los ciento quince minutos de final, una internada de Alan Ball por la derecha finalizaba en un centro a los pies de Hurst. El ex del West Ham se dio media vuelta y remató inefablemente contra el larguero. El balón botó en el césped y salió despedido. Hunt, el inglés más cercano a la portería, levantó los brazos…pero también lo hizo media defensa alemana. Parecía gol. Millones de ingleses saltaron de sus asientos para celebrar o reclamar; en The Eagle, el corazón de los asistentes se encogió a punto de hacerse pedazos, para bien o para mal. El árbitro suizo Dienst fue a consultar con su juez de línea, el ruso Bakharamov. La cámara sostuvo un plano eterno durante los segundos en los que Dienst corrió hacia la banda, un momento interminable para un país entero. Bakharamov se había comportado durante toda la final de un modo expresivo, enérgico, incluso agresivo en sus gestos; levantaba la bandera como si tuviera que guiar un Spitfire por plena pista de Heathrow. Con ese antecedente tan reciente, yo confiaba ciegamente en un último movimiento de flequillo del ruso. En esa seguridad en darle a Inglaterra la Copa del Mundo que tanto merecía y que tanto deseaba. Y entonces sucedió.


Bakharamov señaló córner. No dio gol. Dienst confió en su asistente y decretó que continuara el partido. Acababan de matar la ilusión de un país; y no de un país cualquiera. Ian y yo golpeamos con toda nuestra fuerza la vieja pared del pub. En The Eagle la gente asistía incrédula a lo que sucedía, entre indignados y frustrados. El sentimiento se volcó hacia los jugadores, así de empáticos hemos sido siempre los ingleses. El equipo se vino abajo y, en una contra, Emmerich puso el 2-3 y agarró la gloria para Alemania. El flequillo del ruso no quiso entregarnos aquello que llevábamos meses preparando y ansiando.

Cuarenta y seis años después, las reflexiones saltan sobre los sentimientos, menos frecuentes pero no por ello menos intensos. No hemos vuelto a estar en una final de la Copa del Mundo y no hay nada que queramos más que el retorno de esa copa a Inglaterra. Que vuelva a casa. Hasta entonces seguiremos apoyando desde nuestros pubs. A miss is as good as a mile es un proverbio inglés que significa: “De casi no se muere nadie”. La vejez me ha hecho ver que el destino es caprichoso; que cuanto menos buscas algo, antes lo encuentras. Times are changing. Y a veces simplemente puedes pararte a observar cómo sucede. Quizá debamos hacer caso y así tendremos nuestra copa. Como hizo Pickles, el más inglés de todos.




Artículo extraído de Lineker Magazine III:






lunes, 29 de octubre de 2012

Sobra el silencio



Existen equipos que crean historia. Y existen otros que viven de ella, o lo intentan a duras penas. El bagaje que pagan los clubes con aspiraciones de personalidad propia es la preocupación continua. Por las acciones, por los valores (tan de moda) y, sobre todo, por el futuro. El presente de un gran club consiste en la búsqueda continua de la garantía futura. Si no es así, entonces se trata de equipos que no se comportan como lo que fueron, como lo que quieren ser o como lo que nunca llegarán a ser.

En esos casos, en aquellas escuadras esclavas de lo conquistado y aspirantes a la tiranía bien entendida, los protagonismos se venden en forma de hipoteca moral. Aquellos salvadores de los imperios futbolísticos depauperados pasan a ocupar repentinamente multitud de marquesinas de autobús, fachadas de gigantes grises de cemento y portadas de periódicos abandonados en bancos de madera. El matiz no viene en la palabra ocupar, sino en el verbo liderar. Sin preguntar por la intención del protagonista, el nuevo aupado padece una fuerza casi gravitatoria hacia el centro de la información, de la responsabilidad.

Debe ser el tipo eficaz, el nuevo práctico, pero sin perder un ápice de ejemplaridad. Esto es algo muy extendido en el fútbol inglés y notablemente complicado de conseguir para un futbolista. Pero se pilla antes a un no tan simple futbolista que a un futbolista simple. Juegos de palabras aparte, me han entendido. Hay jugadores de fútbol cuya presencia alumbra ciudades enteras y cuya firma se extiende más allá de un simple contrato de papel. Su nombre se fusiona con un escudo, sus movimientos se accionan con los gritos y sentimientos de la afición. Su simple figura hiperventila un estadio. Este es un claro ejemplo.


Fuente: Zimbio.com


La valía de este tipo de jugadores suele definirse de un modo más crujiente cuando no están. Falta algo. Sobra el silencio, que siempre está antes y después pero al que nadie quiere ahora. Y algo que no se dice habitualmente es que es trabajo y referencia del propio futbolista gestionar adecuadamente sus ausencias. Es responsabilidad del protagonista de la película contribuir al mejor final posible. Porque no nos engañemos, todo tiene un final. Las cenas se acaban, con o sin postre. El sueño espera, con la más fructífera de las compañías o la más arreglada de las soledades. Cuanto mayor ha sido la grandeza del camino, mayor es la premura del líder por testamentar su legado. Analizar, comunicar, delegar. Y, lo que es peor, despedirse.

A lo mejor hay que borrar, rescribir y volver a borrar enrevesadas tácticas de Ipad´s de modernos segundos entrenadores. Quizá haya que llevar al nuevo canterano a una fiesta de iniciación donde las bocas presentes suelten únicamente improperios al tiempo que engullen roast beef y se alimentan de una buena Samuel Smith. Surgirán consejos en estado de ahogamiento a los candidatos sobrados, palmaditas en el trasero para los menos confiados y gritos de tensión para los edulcorados. Métodos válidos todos, pero con cierto tufillo a plástico deportivo, olor a política de entrenador rancio. Y para figuras de esta magnitud no se entienden guiones que podrían tildarse de prefabricados hasta para una calificación B. Se han ganado tanto el derecho como el deber de atender su sucesión del modo en que crean conveniente, cuando y donde quieran. La confianza en un capitán debe ser máxima cuando su rendimiento y su compañía hayan sido constantes durante muchas temporadas. Además, aquellos futbolistas elegidos, eternos, parecen charlar amigablemente con el paso del tiempo, hablándole cara a cara, sin miedo a quedarse solos.

Decía Shakespeare que algunos hombres nacen grandes, otros logran grandeza, a otros les es impuesta y a algunos les queda grande. Steven Gerrard nació grande y morirá grande. Y es esa cualidad la que le habrá avisado internamente para ir preparando el camino. Él no sabe si queda mucho o poco porque el trazado del fútbol es tan irregular que nunca permite ver la llegada. Sin embargo, la nobleza y envergadura de su club y la dignidad de su condición le impiden mirar hacia delante sin pensar en el futuro. Y aunque ni yo ni ustedes veamos el final, no tengan duda de que Gerrard ya lo prepara. Sin dejación, sin perder intensidad, sin evitar derramar sangre. Pero con la responsabilidad del capitán, corazón y arma del Liverpool Football Club.


Fuente: Zimbio.com    


















Artículo publicado en Premier League Spain:
http://premierleaguespain.com/2012/10/sobra-el-silencio/

domingo, 14 de octubre de 2012

El caballero eterno


Mil partidos después, Alex Ferguson continúa estando donde quiere estar y haciendo las cosas a su manera. El entrenador más laureado de la historia del fútbol inglés se ha granjeado un currículum de prestigio, recolectando enemistades y mostrando continuos flashes de carácter. Sobre su figura, se admite el recuerdo, el debate o la divagación, pero nunca el juicio. El tiempo pone a cada uno en su sitio y ha demostrado sobradamente que el lugar de Sir Alex es el banquillo de Old Trafford. Tras veintiséis años en el cargo, sus detractores empiezan a claudicar y a reconocer que sí. Que, por lo general, Fergie sabe lo que hace.

Alex Ferguson se ha convertido en la constante de la Premier League. Como Penny fue la de Desmond Hume. Constantes como son Ana Blanco en los telediarios públicos, Ryanair en los mostradores de reclamaciones de Barajas, la melancolía en Los Secretos o la crispación en nuestra sentida España. El fútbol inglés no se entiende sin Ferguson. Solo aquellos con hijos talluditos recuerdan un Manchester United sin él. Y solo los red devils valientes de espíritu pueden imaginárselo sin él. Esto no quiere decir que no haya supporters que quieran ver un cambio en el banquillo y en el mando real del club. Es el peaje a pagar por ocupar un puesto de máxima responsabilidad gestora y deportiva durante veintiséis años y, además, hacerlo de cara. Sin chulería, pero con orgullo. Con la autoridad por bandera y la evolución como mástil, Sir Alex ha publicado sin florituras su propuesta sobre cómo gestionar un club deprimido en los ochenta y convertirlo en el gran dictador del fútbol inglés en la época de las nuevas tecnologías. Es seguro que a los puristas de la metodología contemporánea les cuesta reconocer los méritos de Ferguson. No están de moda los jefes con tintes ocasionalmente dictatoriales, con arrebatos de porqueyolovalgo como contraposición a verdades comúnmente aceptadas.  Y son sus máximos exponentes deportivos, como Sir Alex, los que sufren las críticas en momentos de fracaso y reflexión, como el final de la pasada temporada. Asumiendo tanto la lógica como el oportunismo de los ataques a su figura, el desgaste resulta tan cortés que no quita lo valiente y queda claro que algo debe haber hecho bien este escocés de 71 años nacido en Govan, Glasgow, para poseer tan cortante palmarés.




Es difícil resumir los logros de Alex Ferguson sin provocar el bostezo entre cifras y nombres de títulos. Vamos a intentarlo de un modo fugaz. Con el United ha sumado 37 títulos, entre ellos 12 ligas nacionales, 10 Community Shield y 4 copas de la liga, además de sus dos Champions League y su Copa Intercontinental. El reconocimiento estadístico se plasma en su nombramiento como mejor entrenador de la historia por parte del IFFHS. El ego clasista del escocés quedó alimentado en 1999 con su denominación de Caballero del Imperio Británico. ¿Cómo vive un escocés ese momento, para algunos, un tanto peliagudo? Pues como siempre hace Ferguson, con una aplastante naturalidad dibujada en sus ojos, vivos y observadores, pero profundamente estáticos. Sus comienzos en Escocia estuvieron marcados por las dificultades para compatibilizar su carrera futbolística con su frenética actividad en el movimiento sindical. Una vez decidido a profesionalizarse, el chico Alex mantuvo unas grandes cifras goleadoras en sus equipos hasta llegar a la élite escocesa en el Dumfermline. Un error de marcaje en una final de Copa, un equipo protestante y una mujer católica sembraron la discordia sobre las verdaderas causas por las que Ferguson sería relegado al filial tras la derrota en aquel partido. Comenzaban los tumultuosos setenta y el jugador ya miraba hacia el banquillo. Tras convertirse en jugador-entrenador en Farkik y pasar por varios clubes, Alex comenzó a ser Ferguson en el Saint Mirren. Cogió a un equipo de media tabla de la Second Division y en tres años le hizo campeón de la First. En 1978, Fergie sufrió el único despido de su carrera debido a varias supuestas violaciones de contrato, adjudicación de primas no autorizadas, intento de obtener ventajas fiscales, etc. Queda claro, que desde sus comienzos como manager, Ferguson nunca se ha independizado de su aureola polémica.

Tras la historia conocida en Aberdeen (ocho títulos en seis años), el escocés llegó a Manchester. Los comienzos fueron, como él mismo ha declarado, “la época más oscura de mi carrera”. La majestuosa resaca del mejor Liverpool de la historia y el auge de sus vecinos toffees hicieron que Ferguson no ganara ningún título hasta 1990. En su primera temporada, el United solo ganó un partido fuera de casa. En Anfield. ¿Una premonición de la remontada de palmarés que se avecinaba? Imposible preveerla, desde luego, pero el dato resulta cuanto menos misterioso. ¿Que vendría después? Resumiendo de un modo demasiado crudo, llegaron el Leeds y Cantona. Tras ellos, vino la Premier League. Y como si Cantona conociera el romance entre la nueva mujer y el viejo amante, fichó por el United. El resto es un guión sumamente conocido.



¿El secreto de Ferguson es no tener secretos o acaso es parecer que no los tiene? Queda claro que uno de sus principios de trabajo viene marcado por la demostración de la autoridad. La disciplina jerárquica como creencia para obtener lo mejor de un grupo; claro, que ese tipo de mando lo ejerce alguien que confía ciegamente en sus posibilidades, además de alguien que siente ese tipo de confianza de aquellos que podrían renegar de él. Fergie desprende seguridad, en él mismo y en sus métodos y así se lo hace ver a sus jugadores. Es, lo que se dice, un tipo serio en el trabajo que, además, sabe y quiere rodearse de los mejores profesionales posibles. No duda en actuar cuando piensa que la pirámide de responsabilidades se ve alterada. En el Aberdeen protagonizó varios capítulos de este estilo, como cuando multó a uno de sus jugadores por haberle adelantado en la carretera. También tuvo problemas con Joe Harper, un delantero que dio una opinión demasiado sincera (mala) de la táctica empleada durante un partido al ser preguntado por el propio Ferguson en el vestuario. La historia acabaría con multitud de gritos en una reunión privada. Años después, Harper se convirtió en locutor de una radio de Aberdeen. Fue despedido cuando los jugadores del equipo dejaron de hacer cualquier tipo de declaración a la cadena. Ferguson se lo había prohibido en uno de esos actos que hoy en día se tildarían de mourinhistas.

Pero, como decía Sir Francis Bacon, la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad. Fergie no es solo mando. Su estricto acento y sus rudas formas esconden un alineador y un gestor de plantillas que es plenamente consciente de la importancia de la evolución en el fútbol moderno. Sin llegar a las variantes tácticas de Guardiola ni a los pinganillos de Luxemburgo, él se vanagloria de conocer las bases fundamentales que se necesitan para regenerar un equipo año tras año. En 1995, en plena época cantoniana y con los títulos como castigo, Ferguson decidió vender a varios de sus mejores jugadores ante la incomprensión de la afición. Ince, Kanchelskis y Hughes se marchaban a grandes equipos europeos. La jugada tenía motivos para el mister. “Hay que adaptarse, organizar los egos y las personalidades y motivar a quienes lo tienen todo. Esta parte del trabajo es esencial”. El manager del United detectó relajación en varios de sus puntales y no dudó en sacarles de la plantilla. Eso sí, las cartas estaban marcadas. Ferguson tenía pensado darle paso a la mejor y más talentosa hornada de jugadores canteranos desde los Busby Babes. A saber…David Beckham, Paul Scholes, Ryan Giggs, los hermanos Neville…el fútbol acabaría dándole la razón al entrenador y otorgándole el nuevo mando del fútbol europeo a ese Manchester United que tantas simpatías despertaba. Aquel equipo era desparpajo, creatividad, personalidad y mucho fútbol en una Inglaterra ávida de clubes realmente competitivos en Europa. Cinco ligas más hasta el nuevo siglo, destacando el triplete en 1999, con aquella asombrosa final de Champions League ante el Bayern de Munich. La suerte sonreía al, ya por entonces, Caballero del Imperio Británico.



Ferguson considera una gran y verdadera sentencia aquella que antepone la dificultad de mantenerse a la dificultad de llegar. “No hay que dejar pasar demasiado tiempo sin fichar. Esto crea un exceso de comodidad”; es esta una declaración que parece lógica pero que no muchos entrenadores llegan a asimilar internamente y a llevar a cabo después. Otra virtud contrastada de Sir Alex es su capacidad para moverse en diferentes ecosistemas, tanto en los lodos de la satisfacción no deseada como en el hipnótico y gustoso éxito. Llevó al cielo a St. Mirren, Aberdeen y Manchester United y lo hizo escalando con astucia desde el infierno (o, al menos, desde una realidad insustancial). Ya en Old Trafford, ha sabido salir adelante con continuos cambios en la plantilla, buscando la mejora pero respetando los símbolos del equipo, siempre y cuando ellos no se antepusieran al buen funcionamiento del club. O eso decía Ferguson. Sus encontronazos con la prensa, con la BBC (a raíz de un documental sobre los intereses de su hijo en el United), con compañeros de profesión y con árbitros han sido frecuentes temas de comentario en Inglaterra. Los jugadores no se han librado. Ince, Stam, Yorke, Van Nistelrooy, Heinze y, sobre todo, Beckham abandonaron el club con diferentes problemas con el manager. El caso de David fue paradigmático de todos los ejemplos. Éxito, choque de caracteres (incluyendo anécdota bizarra con la bota estrellada contra la frente de Becks) y salida tormentosa del equipo era la sucesión de actos de la representación de salida del teatro de los sueños. Conviene añadir un epitafio al drama. Con el paso de los años, nadie ha hablado ni habla mal de Alex Ferguson. Esa regla sacada de la manga, “el club siempre queda por encima”, se entiende como justificación para todos aquellos protagonistas que mantuvieron unas palabras con el escocés. Al final, los hijos siempre vuelven a casa de los padres.

En varias ocasiones ha amenazado con retirarse. Incluso llegó a relacionarse la marcha deportiva del equipo con los rumores sobre un posible anuncio. Sin embargo, parece que Ferguson ha terminado por aceptarse a sí mismo con el paso de los años. El hombre Alex ha claudicado al personaje Sir, aquel tipo arisco, laborista, adicto al fútbol y tan hincha del United que su mayor pasatiempo era enzarzarse con Benítez o hablar sobre Wenger con cierta superioridad moral. Si Ferguson viera un resumen de su actuación durante los últimos veintiséis años, se sacaría defectos y pensaría en lo que dejó de conseguir. Sin embargo, al acabar la película no podría hacer más que aplaudir. El fin no siempre justifica los medios, pero Fergie está orgulloso de sus logros. Se considera afortunado, se sabe querido y reconocido y disfruta con su vida y con su trabajo. Dicen los que le conocen que su reto es estar al frente de la próxima regeneración del United, que confía en el Financial Fair Play y en la producción de la cantera diabla para encabezar el fútbol europeo en un lustro; cuando los demás estén con el agua al cuello, Sir Alex apelará al trabajo, al orgullo, a la fidelidad a unos colores. Llegarán sus últimos trucos y, aunque todos tengamos la mirada en la chistera, seguiremos sin ver de donde sale el conejo. Y es que, a veces, los secretos son eternos.





Artículo incluido en el nº2 de Lineker Magazine:
http://es.calameo.com/read/001709736099a93c1ff55




miércoles, 26 de septiembre de 2012

Imagine: Owen




Los días soleados no abundan en Inglaterra. Sin embargo, la Premier League se jacta de disfrutar de varias docenas de ellos durante una temporada. Sea casualidad o sea decisión de la madre Tierra, la tarde que recordará Michael Owen podría calificarse como “excelente” para la práctica del fútbol. Era una jornada especial, para él y para el propio fútbol. En Stoke-on-Trent no se hablaba de otra cosa; por si no han visitado la ciudad, allí el juego del Stoke City (habitualmente definido como rural, silvestre o tosco) se conoce como football, tan simple y tan auténtico. La relación con los jugadores resulta más sincera y personal, como la humildad que manifiestan con este deporte. Los futbolistas no van y vienen, sino que viven. Y eso hacía Owen en la ciudad de la región de West Midlands. 

El rival era lo de menos. Imaginemos un equipo de media tabla, quizás vestido de azul. Con juventud en el mediocampo y lealtad al sistema impuesto por su entrenador. Si habláramos en idioma futbolístico, estaríamos dibujando una víctima propicia para la veteranía, un adolescente bienintencionado con el pecado que se presta a beber su primer chupito, con tantas ganas como miedo. La posesión de recursos no impide el temor ya que enfrente hay una imagen y un carisma. La dureza del Stoke City impone hasta la ansiedad. Y las prisas y falta de respeto del mundo actual llevan a descontar aquellos valores a la baja. Y uno de ellos era Owen en aquella temporada 2013/2014. 

Dos años en el Stoke que habían continuado la carrera de The Golden Boy con los mismos factores de la ecuación. Goles y lesiones, lesiones y goles. La autoexigencia de Owen era brutal y, aún tocado de su eternamente lloroso metatarsiano, quiso ayudar a su equipo a clasificarse para Europa. No ayudaba su escaso botín durante la temporada (seis goles, tras los diecisiete de la anterior) ni la falta de resultados con Peter Crouch, más su complemento que su pareja. Pero Tony Pulis le dejó expresarse desde el primer minuto de esa última jornada. El partido marchaba como suele ser el fútbol en esas situaciones. Nervioso hasta la imprecisión, emocionante hasta el nervio e impreciso hasta en sus emociones. Football de verdad, football de mayo, football de Owen. El descaro de los arquitectos rivales hacía que, frecuentemente, olvidaran la presión en el centro del campo, confiados en la querencia del Stoke por las bandas y los balones largos. Sin huecos, no había peligro. O sí. Con 0-0 en el marcador a falta de siete minutos y los locales virtualmente en Championship, las uves (W) del Stoke (Walters, Whitehead y Whelan) empezaron a combinar como las WM de los años 50. Con rapidez, movimiento y guiados por su delantero centro, Crouch. De repente, un agujero en la telaraña azul. Walters se decidió a mandar un balón hacia allá ante la quietud del rival, fajándose en el cuerpo a cuerpo con Peter, EL cuerpo; tremenda ignorancia. El arrastre de los rivales permitió encontrar la hendidura por la que clavar el cuchillo. El arma era Michael Owen, que recibió el balón en carrera a treinta metros del área y sin oposición frontal. Podía ser el último carrusel de sensaciones, la única oportunidad de tener una oportunidad. Tras cientos de ocasiones, la película mental no iba a cambiar.



Un toque. Michael disfruta de la posibilidad; solidario como pocos, se acuerda del asistente, incluso del recuperador del balón que inició la jugada. Es un día especial, así que no puede evitar visualizar los ojos ayudantes de Heskey ni el giro de tobillo de Gerrard que tantos espacios le descubrió. En ese primer toque, vuelve a atender al grito de Hamann, aquel centrocampista con carácter de coronel, conocimientos de sargento y aspecto de vecino de profesión artesana. A Hamann no se le oía, a Hamann se le escuchaba. Y Michael le escucha en el primer golpeo del balón. 

Segundo toque, ya cerca del área. Nunca necesitó confianza Owen, pero cuando su carácter humano le llama y requiere seguridad, piensa en aquella carrera sin fin en el verano del 98. En aquellos sobrepasados Chamot, Ayala y Roa. En ese relámpago de bello final y maravilloso principio. En aquella forma de comerse el mundo con menos de veinte años. En aquel gol nominado por la FIFA como el segundo mejor de la historia de la Copa del Mundo. Michael cruza ya la línea de la frontal. 

Tercer toque. Todo se termina. El fin de los tiempos marcados en una combinación. Owen nunca tardó muchos actos en tomar sus decisiones. Sus traspasos a Madrid y a Birmingham fueron repentinos, así como su marcha a Manchester. No es un tipo que suela equivocarse. La rapidez que imprime a sus acciones siempre ha asustado a estadios enteros, tan amantes de la verticalidad como temerosos del error súbito. Se confirma el secreto a voces. El tercer toque es el último. Empeine puro, arriesgado y difícil de ver. El balón, agradecido por sentirse especial al resto, sale disparado hacia el palo izquierdo del portero de nombre impronunciable y estirada estéril. Gol. 

Siete minutos para el final y siete goles en su última temporada. El último valió por la permanencia de un club en la Premier League. Pulis, tan zorro con los rivales como honesto con sus soldados, sustituyó a Owen inmediatamente. Llegaba su descanso más temido. Lo merecía. Cuarto máximo goleador de la historia de la selección inglesa y participante en siete grandes fases finales. Michael, sabedor del poco trecho que le quedaba como futbolista, disfrutó de cada una de las últimas pisadas sobre el césped, de las abundantes manos que se cruzaron en el camino. Andaba con la cabeza agachada intentando obviar las sensaciones que jamás pensó que volvería a padecer. Apenas tenía veinte segundos para guardar para sí mismo el olor del césped, el tacto rugoso de las espinilleras, la respiración del Britannia. Los cumplidos que se sucedían se perdían simultáneamente por el camino. Ya habrá tiempo para las palabras, reflexionaba la memoria. Michael pensó durante una décima de segundo que los momentos más bellos son aquellos que tienen un final. 



Y entonces, a falta de pocos metros para llegar a la línea, levantó la cabeza y aplaudió a la grada. A pesar de sus lágrimas lo hizo con solvencia, como llevó a cabo su carrera. El Britannia Stadium se levantó y rompió a elogiar a uno de los ídolos históricos del fútbol inglés durante las últimas décadas, además del nuero perfecto para las suegras de la Gran Bretaña. Y es que aquella tarde no se retiraba un Balón de Oro cualquiera. Aquella tarde se retiraba el chico dorado.

Artículo extraído del nº2 de Lineker Magazine:
http://es.calameo.com/read/001709736099a93c1ff55




jueves, 20 de septiembre de 2012

Granero, personaje y escenario


No es fácil destacar entre las cotas más veneradas ni hacerse ver en el patio de protagonistas cuando todas las cabezas son más altas y mejor peinadas que la de uno mismo. A veces, no basta con el orden, el respeto y el interés por la profesión. Dentro de los factores básicos que definen el éxito de un futbolista, como son el talento, el trabajo y la propia suerte, hay una catapulta moral que impulsa la determinación de un jugador para alcanzar su sobresaliente personal. Algo que Esteban Granero nunca ha podido encontrar en Madrid. La confianza en uno mismo.

Quizá a Granero le han faltado prisas. Aquella frase de Valdano sobre derribar la puerta (aplicada por entonces a Raúl) no se ha cumplido con el bueno de Esteban, aún resultando injusta la comparación con el mítico delantero blanco. Tras dos años notables en el Getafe y en plena maduración futbolística, el Real Madrid recuperaba definitivamente al centrocampista en 2009. El club se encontraba entonces en un estado de ansiedad y búsqueda interna de héroes capaces de derrocar al gigante creado por Guardiola, competitivo para todo y amado por todos. Y la sensación es que la definición no ha cambiado demasiado. El Real Madrid es una centrifugadora que absorbe cualquier tipo de planificación en pos de la victoria atropellada. El famoso "entorno" reclama e impone a gritos y los propios protagonistas deben vociferar en el césped cuál será su rol. El nombre del protagonista aparece en el contrato pero la personalidad de los futbolistas solo importa sobre el verde del Bernabeu, exigente como un padre con categoría militar.

Granero no grita. No es su estilo. Ni lo lleva a cabo ni lo ha querido adoptar. Seguramente, no crea en las urgencias ni en los parches. Me atrevería a decir que el de Pozuelo es un hombre de fútbol consciente de que aún debe llegar a encajar de un modo más preciso su relación con este deporte. Es posible que Madrid no fuera el lugar más adecuado para él. No lo es para casi nadie. En un club actualmente gobernado por la inmediatez competitiva, por el vertiginoso ritmo al que sucede el día a día, no se acepta más psicología que la ejercida por su entrenador. En un vestuario donde prima Gladiator, no hay sitio para Annie Hall. Granero ha debido pensar que, en ocasiones, hay que dejar al amor de tu vida para ser feliz. Hay que olvidar esa atracción fatal que uno siente por la chica más perseguida del instituto para volver a ser persona, amante o, en su caso, futbolista. Ante ella, da igual lo que digas, lo que muestres o la forma en la que lleves a cabo el más simple de tus actos. Las condiciones siempre las marcará ella y, además, tendrá un derecho legitimado a pasar de ti, cuando y como quiera y sin tener que da explicaciones. Eso no es vida. Y aunque muchos lo llamen así, eso no es trabajo.


Una vez tomada la decisión, la aparición de las situaciones propias de estos casos suele hacer muy llevaderas las primeras horas en el nuevo estatus, más por la falta de costumbre que por su valor real. Viaje, reconocimiento médico, presentación ante la prensa, primer entrenamiento...las novedades inundan la cotidianidad de la vida del futbolista, secada en este caso por el desagradecimiento inherente a la marca de club grande. Sesgado de la responsabilidad mediática, al menos a magnitud mundial, se espera bastante de Granero en su nueva aventura en el Queens Park Rangers. No diré mucho porque ni siquiera él mismo conoce la mayor contribución potencial que podría aportar a su nuevo equipo. A sus 25 años, Esteban debe definirse como futbolista, extrapolar su tremenda personalidad al campo de juego. Debe mostrar que el carácter puede expresarse sin recurrir a los tópicos propios de un perro de presa o de un "ganador" (escribir sobre el uso que se hace de esta palabra hoy en día en el periodismo deportivo daría para un periódico entero). Debe hacerlo por él y por todos los tímidos que llenan y rodean los campos de fútbol.

Desde luego, ha encontrado un hábitat mucho más adecuado para él que la incendiaria capital de España. Loftus Road y, por ende, la Premier League se antojan como el mejor escenario para que Granero lleve a cabo su interpretación más completa. Su decisión viene amparada por la voluntad de los responsables del QPR de asentarle como uno de los pilares básicos del proyecto del club. El madrileño lee de un modo preciso el fútbol, sin electricidad pero con la calidad como baluarte. Sabe asociarse perfectamente y entiende la agrupación futbolística sin ser un virtuoso técnico. Noble, humilde, respetuoso y trabajador, el centrocampista está en la competición que mejor define y muestra esos atributos. Inglaterra asegura el curtimiento de los mal llamados blandos y la rehabilitación de la creencia en una profesión. Granero llega a Londres, la ciudad de adopción de Shakespeare, debiendo elegir su personaje: la melancolía de Romeo, la magia de Próspero, la locura de Macbeth, etc. Ojalá Esteban Granero se convierta en Hamlet y consiga destilar creencia en sus actos como hace el príncipe danés. En ese momento, se habrá consumado la venganza. Un suplente del Real Madrid se habrá transformado en un importante jugador de la Premier League. El hándicap de Esteban se convertirá en su ventaja. Éste puede ser su escenario.


martes, 28 de agosto de 2012

The Crazy Gang, el fútbol era su recreo

En la blanca década de los ochenta surgió un movimiento deliciosamente incorrecto alrededor de un club de fútbol. Por toda Inglaterra fue sembrando tantas antipatías como empatías, enseñando el valor de la fe en un equipo, en una filosofía y en la cohesión de voluntades humanas. ¿Cómo lo hicieron? Escribieron su victoriosa leyenda con carácter, disciplina y sangre, generalmente del rival. Esta es la historia del Wimbledon más famoso de todos los tiempos. The crazy gang.


La original crazy gang se remonta a la década de los treinta, años inicialmente estables en la pintura del mapa británico pero teñidos de totalitarismos, persecuciones y penurias en el resto del mundo. Mientras Picasso pintaba el Guernica, seis cómicos londinenses amenizaban los tiempos de trincheras a la población rasa en el Victoria Palace Theatre. Se trataba de funciones cómicas aderezadas de irreverencia, moderna entonces y transgresora casi por definición. La familia real británica se contaba entre sus mejores adeptos, llegando la “pandilla de locos” (traducción literal) a actuar exclusivamente para Jorge VI. En tiempos de guerra, la desfachatez sobre el escenario se antojaba necesaria.

El apodo iba a viajar en el tiempo hasta mediados de los ochenta. Pero era otra época. La guerra se había convertido en paz, los hombres ya no se ocultaban bajo la tierra sino que esos agujeros se habían disfrazado de cómodos sofás tapizados floralmente. Esconderse estaba anticuado. Inglaterra se abría a la nueva economía transformando su clásica industria pesada en servicios y turismo. Era difícil encontrar vestigios de belicidad. Incluso la desvergüenza y el impudor propios del mundo de la farándula se entendían como algo experimental, propio de la inmadurez o del espectáculo más inofensivo que podía protagonizar cualquier iluso hijo de minero de Eckington. Sin embargo, algo se movía en el interior de varios hombres que comenzaron a vivir como siempre habían imaginado. Ya dijo el sabio Shankly que “el fútbol no es cuestión de vida o muerte, sino algo mucho, mucho más importante que eso” y la nueva Crazy gang iba a tomar nota de la sentencia. Si el fútbol era el viejo, y a la vez nuevo, entretenimiento social, ellos lo iban a convertir en algo más serio. Eran los ochenta, la vida se entendía como un vehículo agradable, placentero y optimista sobre el viaje. Pero los guerreros del asfalto, ávidos de inquietud vital, querían convertir los intermedios de fin de semana en adrenalina pura. Y es que, no mucho tiempo atrás, la vida no se entendía sin sangre. Eran los ochenta y estaba a punto de nacer la nueva Crazy gang.



El Wimbledon Football Club estaba escribiendo con tinta e ilusión una nueva historia de superación y éxito en el siempre complicado libro de la realidad. En 1982 jugaba en la Fourth Division; cuatro años más tarde ya había conseguido el ascenso a la First Division (actual Premier League). El entrenador era Dave Bassett, un antiguo ídolo para la grada womble al haber formado parte del, hasta entonces, mejor Wimbledon de la historia, el que superó cuatro rondas de la FA Cup en 1975. Desde el banquillo, Bassett vivió cinco temporadas magníficas en las que afición, directiva, cuerpo técnico y jugadores fueron formando una sociedad futbolística y humana cada vez más afianzada. El club y su entorno se comportaban como una comunidad con diferentes clases jerárquicas pero con un discurso común a todas ellas. La heterogeneidad de nombres y hombres se convertía en un ejército de lo más homogéneo, sin resquicios, cuando el árbitro indicaba el comienzo de los partidos. Un ámbar infranqueable de voluntades se estaba construyendo en Plough Lane. Y a ello contribuyeron de un modo fundamental los cuatro jugadores que se iban a convertir en los pilares de la tropa. Llegaron de un modo gradual. En 1984 se incorporó Lawrie Sánchez, un delantero londinense de padre ecuatoriano al que el destino había elegido para marcar los dos goles más importantes de la historia del club (el primero supuso el ascenso a la First, el segundo trajo el primer título). Un año después, llegó al equipo Dennis Wise, un durísimo centrocampista que podía encajar perfectamente en el paradigma de futbolista hooligan inglés, tanto dentro como fuera del campo. Cuando el equipo estaba en plena lucha por subir a la máxima categoría, se fichó a John Fashanu, ariete de sangre africana cuya historia personal tras retirarse del fútbol destrozaría en pedazos el interés y trascendencia de su vida deportiva en un guión cinematográfico.  Como colofón, con el Wimbledon en la First Division llegó Vinnie Jones a la plantilla. Procedente de la segunda división sueca, Jones personalizó la firma del tratado de guerra de The Dons contra el fútbol inglés.

Si podemos vender Newcastle Brown en Japón y el Wimbledon puede llegar a la First Division, entonces no hay seguramente nada fuera de nuestro alcance”,  Margaret Thatcher




La llegada escalonada de la nueva columna vertebral del Wimbledon ayudó a enconar aún más el sentimiento de equipo en torno al rectángulo de juego. No hay mayor enemigo que el que uno mismo se inventa. No hay mejor publicidad que la que nunca decae. No hay forma más eficiente de entender un partido de fútbol que como una batalla de perfil novelesco. A medida que el Wimbledon había ido escalando posiciones en el star system del fútbol británico, fue dejando caer por la ladera aquellas cualidades siempre asociadas a la práctica del deporte rey en las islas. Honorabilidad, lealtad, juego limpio, etc. Los wombles habían extendido, con todo merecimiento, una leyenda basada en un ideario futbolístico tan rudimentario como violento. La linealidad táctica se asociaba con la intimidación física para reírse de aquellos que promovían un juego de toque, movimientos e inteligencia. Tan feo como contundente y más efectivo que efectista, la impronta del fútbol del Wimbledon empezó a adornarse con éxitos reales. El equipo finalizó sexto en su primera campaña en la máxima categoría. Bassett sintió que había aportado su cuota máxima y dejó el banquillo del club. El día de su marcha, a la pregunta sobre si había sentido el apoyo de los hooligans, respondió “en este club, los únicos hooligans son los jugadores”.

Si alguna vez el fútbol fue un juego de caballeros, no sería cuando el Wimbledon saltaba al césped. Fueron acusados de un modo continuo de marrulleros, sucios, poco elegantes, provocativos y deshonestos con el deporte. En aquel lugar y momento precisos, el respeto a la práctica futbolística parecía tener un valor superior al que se suele demostrar en el presente. Además de la indignación en nombre del balón, surgió también un ligero pero dañino movimiento de burla hacia los dons, generalmente procedente de voces que hoy algunos calificarían como “intelectuales del fútbol” (si existen, ¿acaso se necesitan?). Se definía el fútbol del Wimbledon como cercano al nivel amateur y profundamente básico. Gary Lineker dijo que “la mejor forma de ver al Wimbledon es por el teletexto”. Sin embargo, el resultado de la ecuación era un carisma a prueba de bombas. El odio de la ortodoxia futbolística británica hacia el equipo resultaba menos expresivo que las sonrisas esbozadas por los simples simpatizantes de la First Division.

Podía intuirse desde la muralla exterior de Plough Lane que todas esas indisimuladas mofas, esos comentarios con sorna desde las gradas visitantes y los micrófonos nacionales, no hacían más que prender el fuego de la unión en el interior del estadio. Todo aficionado, jugador o directivo del Wimbledon se sentía maltratado e injustamente criticado. Esa sensación tan placentera de ser diferente en la soledad merecía ser compartida, por paradójico que resulte. Y la masa social womble se agrupó más que nunca. El “nosotros contra el mundo” pasó a ser un lema grabado en la mente y voz del supporter, un cartel imaginario en la entrada del estadio. Sin embargo, de puertas hacia dentro la metodología de reclutamiento no resultaba tan solidaria. Con un ideario de bases revolucionarias y de ciertos toques anti sistémicos, el clásico recurso de las novatadas no podía faltar. Llegar a la plantilla de aquel club era como ingresar en el instituto de Mentes Peligrosas pero sin la sonrisa de Michelle Pfeiffer y con las clases magistrales de Vinnie Jones. La supervivencia como medio de trabajo. Los ritos de iniciación no eran especialmente originales. Quema de ropa, relleno de calzado con espuma de afeitar, pinchazo de neumáticos, lanzamiento al canal de agua…y todo ello permitido por las más altas instancias. 



El presidente de aquel Wimbledon era Sam Hammam, un excéntrico ingeniero libanés que invirtió en diversos clubes ingleses durante el siglo pasado. Nunca pareció el más adecuado para poner en vereda a los jugadores; incluso muchos de los damnificados por las novatadas pensaban que él estaba detrás del diseño de algunas. El delantero internacional Dean Holdsworth llegó al club en 1992 y cuenta que tuvo suerte de incorporarse “una semana más tarde de la marcha de Vinnie Jones. Nadie estaba a salvo. Pensábamos que el presidente estaba detrás de varias bromas hasta que uno de los cabecillas de la plantilla cogió el coche de Hammam, lo condujo varias millas a las afueras de la ciudad y lo dejo abandonado. Al día siguiente, fuimos todos a su despacho y el culpable le dio las llaves y le dijo que su coche estaba en un área de diez millas cuadradas alrededor del estadio y que podía ir a buscarlo cuando quisiera. Varias semanas después, el presidente seguía yendo al trabajo caminando”.

El himno del Liverpool es ´nunca caminarás solo`. El del Wimbledon es ´nunca volverás a caminar`”, Tommy Docherty, entrenador del fútbol inglés.

Los méritos propios, los deméritos contrarios, el dichoso destino, la suerte… sea como fuere, el gran día del Wimbledon estaba por llegar. Y sucedió el 14 de mayo de 1988. Con Bobby Gould en el banquillo, los dons se plantaron en la final de la FA Cup a disputar ante el Liverpool. El club de Anfield simbolizaba por entonces la aristocracia del balompié. Había ganado cuatro Copas de Europa durante los once años anteriores. Sumaba dos dobletes locales en las últimas tres temporadas y estaba considerado como uno de los mejores Liverpool vistos sobre el césped. La presentación previa de los contendientes dejaba claro que lo que se iba a vivir era más una discusión ideológica sin parangón que un partido de fútbol. Los reds gozaban del favor popular gracias a su inercia al éxito, su condición de embajadores ingleses, su brillante historia y la presencia de jugadores imposibles de emparentar con la antipatía. John Barnes acababa de llegar y lucía, elegante y veloz, como uno de los mejores extremos del momento. Peter Beardsley estaba en el culmen de su carrera y era el capitán de la selección inglesa. Y por encima de ellos, en el escalón de las leyendas jugaba King Kenny. Dalglish estaba cerca de su retiro y quería agotar la batería con el máximo número posible de títulos. Vinnie Jones sabía de su importancia dentro y fuera del campo, su instinto combativo se lo había susurrado durante los días anteriores al partido. Jones había declarado que iba “a arrancarle la oreja a Dalglish de un mordisco y escupirla a un agujero”. Con rojos y azules en el túnel de vestuarios, el Wimbledon disparó por primera vez. Las palmadas sobre el cemento del túnel de Wembley se acompasaron con el grito “in the hole, in the hole” en referencia al lugar donde teóricamente acabaría el pabellón auricular de Dalglish. Cuentan que Kenny se dirigió a uno de los directivos de la FA allí presentes para expresar su queja. El partido ya había comenzado.

El choque fue intenso, tosco, emocionante y épico. Una final cotidiana dentro del carácter extraordinariamente eléctrico de las mismas. El Liverpool se mostró impreciso e incómodo, especialmente a raíz del gol de Lawrie Sánchez a pase de Wise en la primera parte. El Wimbledon, a base de dureza, solidez y entusiasmo, estaba consiguiendo desquiciar al rico de la urbanización. Esta vez, la violencia no fue más allá. Como si vistiera sus mejores galas en una recepción, los dons dejaron atrás sus malísimos modos, aunque fuera de una manera más aparente que real, y se limitaron a intentar ganar el partido. Con rudeza, eso sí. La historia se mitificó un poco más cuando el portero del Wimbledon, Dave Beasant, caracterizado por la naturaleza como estrella setentera del glam, detuvo a John Aldridge el primer penalti de la historia de las finales de la FA Cup. El asedio posterior de los reds sobre su portería no tuvo premio. El árbitro pitó el final del partido. El Wimbledon había ganado la FA Cup. John Motson, comentarista de la BBC, afirmó emocionado: “The Crazy Gang have beaten the Culture Club!”. Había nacido la nueva Crazy gang.




Sobre Vinnie Jones no hay mucho que contar aparte de lo ya escrito en multitud de medios. El malo por antonomasia del fútbol inglés. El hombre que cruzó la línea de la violencia y la transportó malintencionadamente varios kilómetros. El tipo que más daño ha hecho a la palabra “centrocampista”. Hijo de familia obrera de Watford, cató el menú futbolístico amateur entre categorías inferiores y experiencias en Suecia. Combinaba el balón con el andamio hasta que fichó por el Wimbledon con 21 años. Entró en el vestuario imprimiendo carácter, expresión que en su jerga se traduce como repartir patadas y puñetazos en los entrenamientos como escalera de selección natural. Para la historia callejera quedan sus enfrentamientos con Gascoigne y con Gullit


Del holandés dijo: “si todo falla con Gullit, siempre puedes aprovechar un corner y atar sus trenzas al poste de la portería”. Con Gazza prefirió actuar después de hablar. Al poco de empezar su partido contra el Newcastle, Vinnie le susurró al oido: “Me llamo Vinnie Jones, soy gitano, gano mucho dinero. Te voy a arrancar la oreja con los dientes y luego la voy a escupir en la hierba. ¡Estás solo, gordo, solo conmigo¡”. Poco después vendría la famosa imagen del “agarrón” de Jones a las partes más íntimas de Gascoigne y la sucesión de las catorce faltas que cometería sobre él. Tras el partido, el intercambio de paquetes entre los dos bad boys del escenario futbolístico inglés no se hizo esperar. Un ramo de rosas de Paul a Vinnie, una escobilla de wáter de Vinnie a Paul…todo resultó a la altura de lo esperado. Tras la disolución del gran Wimbledon, Jones acabó en el Leeds. Como era costumbre, Vinnie comenzó partiéndole la cara a uno de sus compañeros, Bobby Davidson, para hacerse valer en el vestuario. Fue una época próspera en la que logró el ascenso a la First Divison y nuevos contratos con Sheffield United y Chelsea, para terminar volviendo al Wimbledon en 1992. Como si oliera su próximo futuro profesional, Jones sacó al mercado su documental Soccer´s Hard Men, un manual visual de instrucciones sobre cómo ejecutar toda forma física de violencia en un campo de fútbol. Ese fue su gol más polémico.




Varias temporadas después, colgaría las botas en el QPR deseoso de iniciar su nueva aventura cinematográfica. Guy Ritchie le visualizó como tipo violento de las mafias ocultas londinenses en Lock and Stock (no ha sido una de tus ideas más originales, Guy) y Vinnie se convirtió en actor, llegando a su punto álgido de crítica interpretando a Bullet Tooth Tony en la gran Snatch: Cerdos y Diamantes. Varias decenas de películas después, Vinnie Jones disfruta de la vida que ha peleado, nunca mejor dicho. En la última década acumula experiencias musicales, colaboraciones políticas, incidentes en aviones y detenciones en bares de estados del medio-oeste estadounidense, destacando las dos primeras circunstancias por novedosas. Vive en una lujosa mansión en Los Ángeles junto a mujer y dos hijas y aún se recrea pensando en la autenticidad de sus actos, en la justicia de sus medios. Y en sus servicios a la comunidad, tan literales en Estados Unidos como metafóricos en Inglaterra. “La federación inglesa me felicitó porque acabé con la violencia en las gradas. Yo la llevé al campo”. El malo sobre el césped es ahora el villano de la película. Cuesta afirmar qué resulta más insultante. La lejana realidad o la ficción actual.

John Fashanu llegó al Wimbledon unos pocos meses antes que Jones. Hijo de un abogado nigeriano, John se crió junto a su  hermano Justin en una casa de acogida tras la separación de sus padres. No se le atribuye una carrera deportiva de trascendencia hasta su llegada al Crystal Palace y, posteriormente, al club de Plough Lane. Sus cuatro goles en los nueve partidos restantes de la temporada 85-86 ayudarían de un modo fundamental al ascenso del Wimbledon a la First Division. 126 goles, 2 internacionalidades y una fractura craneal al, por entonces, capitán del Tottenham (Gary Mabbutt) fueron las principales contribuciones de Fashanu al club a y la reputación de la Crazy Gang, respectivamente. Aunque no se puede negar que se trataba de dos caras, en ciertos momentos, iguales de una misma moneda. Tras ocho años en el Wimbledon, Fashanu se marchó al Aston Villa, donde una tremenda racha de lesiones importantes y un escándalo de partidos amañados empañaron y definieron el final de la carrera del delantero.




La sensación que ha mostrado Fashanu durante su período público es que ha sabido definir su hábitat de rebeldía humana de un modo más efectivo en el campo de fútbol que en la cotidianidad de su vida, que por otro lado ha tenido poco de rutinaria. El exfutbolista ha sido embajador del fútbol nigeriano y ha encabezado la lucha contra la corrupción deportiva en su país. Sin embargo, en la devoradora Europa Fashanu encontró su retiro en un lugar en el que el protagonista nunca decide cuándo se retira. La implacable televisión acogió al ex futbolista como presentador y concursante de programas de hilarante diversidad e indudable mal gusto. A saber: La versión inglesa de Gladiators, un reality futbolístico sobre un equipo amateur (Fash´s football challenge) o una miniserie titulada Man vs Beast que nunca llegó a emitirse por las protestas de los grupos por los derechos de los animales. Caso aparte resultó su participación, casi victoriosa, en el típico programa moderno que reúne celebrities, por supuesto abandonadas en los pozos del anonimato, en un lugar perdido de la jungla que las nuevas bestias colonizan durante varios meses (I´m a celebrity…get me out of here!). Fashanu participó también y triunfó en Wipeout, esa versión occidental de Humor Amarillo que llegó a España. Luego, el bueno de John intentó juntar todo lo mejor de sus experiencias televisivas y lo metió en un bar. Pruebas atléticas y de habilidad entre barras, sillas y mesas de billar. ¿Cómo pensar que no ocurriría? Todo el respeto para alguien que aparece, y con una cantidad notable de trabajos, en IMDb.

Durante los últimos años, las principales menciones a Fashanu han procedido de la prensa rosa, que se ha encargado de exprimir y exhibir los trapos sucios de la familia del delantero, amparados en su más que supuesta homofobia. La historia tiene como base a su hermano Justin, dedicado también al fútbol. A día de hoy, se le continúa considerando el primer jugador profesional en salir del armario en la historia del fútbol, además de ser el primer futbolista negro cuyo traspaso costó un millón de libras. Su estilo de vida y sus presuntos escándalos amorosos con la alta sociedad británica nunca fueron aceptados por su familia. Especialmente duro se mostró su hermano John cuando Justin fue acusado, injustificadamente según se supo luego, de abusar sexualmente de un menor de edad estadounidense. La presión en su profesión sobre su condición sexual y el distanciamiento respecto a sus seres queridos llevaron a Justin a una profunda depresión que acabó con su suicidio en 1998. Las declaraciones de John Fashanu sobre y durante la vida de su hermano no hicieron más que confirmar lo que muchos afirmaban en las islas. La empatía de Fashanu con sus colegas sobre el césped nunca llegó a hacer acto de presencia fuera del verde con su mayor compañero en la vida.

Dennis Frank Wise se vestía del jugador que todo equipo inglés necesita para calmar el instinto y el afán de representación de sus aficionados más radicales. Un centrocampista pegajoso, eléctrico, de altura reducida y amplísima tenacidad. Tan sufridor como sufrido, Wise representó como nadie la mezcla de competitividad, agresividad y provocación que fundamentaba aquel Wimbledon. Sin embargo, fue el único miembro de la Crazy Gang que logró terminar en uno de los grandes de las islas. Los dons fueron su trampolín para llegar en 1990 al Chelsea, donde permanecería once temporadas, alcanzando 21 internacionalidades y convirtiéndose en un símbolo del club. A Wise no le habría hecho falta tener enemigos para imprimir carácter a su carrera (Ferguson dijo de él que sería capaz de provocar una pelea en una casa vacía), pero por si acaso no daba la talla, el mediocentro (ay) se encargó de buscar problemas con los periodistas, a través de agresiones, con taxistas, mismo medio, y con rivales a los que, literalmente, mordió. Así actuó con Marcelino Elena en una semifinal de Recopa de Europa ante el Mallorca y con Savio Bortolini en una Supercopa Europea ante el Real Madrid.




Evidentemente, la compañía de Vinnie Jones había impregnado los conocimientos de Wise hasta límites insospechados. También a la hora de hacer equipo. Tras dejar el Chelsea, marchó al Leicester. En una de sus primeras concentraciones con sus nuevos compañeros, Dennis participó en una partida de cartas en la habitación de Callum Davidson. Al término de la partida, Davidson quiso descansar y cada jugador se fue a su habitación…excepto Wise, aquejado de una pataleta digna del mejor infante de la guardería. Tan mal le sentó el hecho de que le echaran de la habitación que cuando todos dormían, volvió a los aposentos de Davidson y le regaló una doble fractura del pómulo, firmando el final de su carrera en el Leicester. Varios años de apego al fútbol inglés le permitieron debutar como jugador-entrenador en Milwall y retirarse en el Coventry City. Tras su paso intrascendente por los banquillos del Swidon Town y del Leeds United, Wise contribuyó al descenso del Newcastle en 2008, causa por la que es odiado en la ciudad del nordeste de Inglaterra. A sus 45 años, busca un lugar en el que encontrarse a gusto como preparador de sus soldados. Se le podrá acusar de falta de conocimientos, exceso de pasión (ya ha sido sancionado en múltiples ocasiones) y un alejamiento completo de cualquier atisbo estético en el campo. Pero Wise nunca perderá la determinación de la que ha hizo gala en el Wimbledon. Como él mismo afirmó en una ocasión: “Ganar no es lo más importante…siempre que ganes”.

Las letras futbolísticas de oro de Plough Lane se reservaron para Lawrie Sánchez. Beneficiadas ambas partes de su encuentro, de las botas del ariete de padre ecuatoriano y madre de Belfast salieron los goles del ascenso a la First y de la consecución de la FA Cup ante el Liverpool. Sánchez fue el brazo ejecutor del Wimbledon de los grandes éxitos. Supo entender el concepto extendido por la Crazy gang de un modo, por lo general, más discreto aunque cuentan que era el miembro con peor carácter. Tras dejar el fútbol, Sánchez comenzó sin ninguna pausa su carrera en los banquillos, siempre en las islas. Alternando Inglaterra con equipos y selección de Irlanda del Norte (llegó a ganar 3-2 a España en aquella fatídica noche de 2006 en Belfast), Sánchez se ha hecho un nombre de entrenador con carácter que, actualmente, trabaja en el Barnet Football Club en la Football League Two.




Tras ganar la FA Cup, el propio club comenzó a utilizar el apelativo Crazy gang en sus productos oficiales, lo que provocó cierta pérdida de punch en la definición y llegó al extremo de figurar en las camisetas de los jugadores a mediados de la década de los noventa. El Wimbledon había completado varias temporadas tranquilas, rondando puestos europeos pero asentándose definitivamente en la mitad de la tabla. Sin embargo, la competitividad y la cohesión interna iban a desaparecer poco a poco. Un par de generaciones más tarde llegarían los problemas con el viejo Plough Lane, las discrepancias entre los distintos estratos del club y la desaparición en 2004 del Wimbledon Football Club. La conveniencia económica y el impulso de las tripas aficionadas crearon dos nuevos clubes a raíz de aquella escisión, el Milton Keynes Dons Football Club y el AFC Wimbledon. Pero eso es otra historia…

El afán de equipo, la competitividad, la creencia en uno mismo, la violencia y la rebeldía continua fueron las principales características de la Crazy gang, una generación de futbolistas que actuaron como matones de escuela durante su carrera en el Wimbledon. Como si hubieran estado asistiendo al parvulario, algunos de sus componentes aprendieron mejor que otros las lecciones que el fútbol les regaló para el resto de su vida. En el colegio siempre cuentan que lo importante viene después, que las clases son una simple preparación. Para esta pandilla incomprendida e imposible de comprender, el fútbol fue su recreo. Para ellos, el silbato final del árbitro cada fin de semana suponía el retorno a una estéril realidad, aburrida y nostálgica. Eso sí, siempre les quedará la última película de Vinnie como excusa para reunirse en pos de la melancolía, intercambiarse moratones y otras muestras de carácter y volver por un momento a aquella realidad militar y, sobre todo, feliz.