Hay partidos de colores
brillantes. Más atractivos de lo normal. Partidos a los que el azar de los sorteos
cuida concienzudamente, añadiéndolos de un modo tan caprichoso como juicioso en
determinadas fechas del calendario. El destino entiende y aplica el placer de
lo puntual, de lo sucinto. La ocasionalidad de ciertos choques resulta
especialmente seductora para el aficionado clásico; aquel que valora ver a su
equipo en un estadio inédito, que supedita su simpatía a los gestos durante su
niñez, aceptando su criterio infantil como el más válido de todos. Ese gourmet
del fútbol bien entendido que prefiere equipos y partidos de muchos colores.
El BVB siempre fue diferente para la mayoría de nosotros. Para
empezar, eran alemanes vestidos de amarillo. Esto ya parecía una contradicción
cuando en España lo más parecido que habíamos visto a ese color era la camiseta
de Carmelo en el Cádiz. La Alemania dura, el mítico rodillo, la salsa agridulce
y triunfante que envolvía todos los platos…era blanca. Un blanco neutral y
demasiado limpio para nuestro siempre desordenado país. También podía ser
verde. Pero nunca amarillo. Resultaba complicado aliar la alegría con los
hipotéticos villanos. Era preferible meter al Borussia en el mismo saco que el
Bayern de Munich. Altos, malos, toscos, poderosos, oportunistas, orgullosos, superiores…pero,
de repente, cuando ya había conseguido olvidar el color de su camiseta, aparece
un tipo bajito y castaño. Quejicoso en sus formas, pero delicioso en su fútbol.
Se llamaba Andy Möller y para mí siempre será una de las caras de este club. Un
futbolista distinto, irregular, uno de los primeros a los que comenzaba a
aplicarse el término mediapunta como algo innovador por entonces. La posición
era indiferente, lo importante era que tocara la pelota. Y si lo hacía, yo era
del Borussia. Vestían de amarillo y
negro y jugaba Andy Möller. Y cuando no hacían falta más argumentos para
convencerme, la televisión digital se encargó de mostrarme uno de los estadios
más imponentes del fútbol mundial. El Westfalenstadion
(no me da la gana llamarlo de otra manera) es precioso, sublime y grandioso. Es
uno de esos escenarios que hacen los partidos más grandes de lo que son.
El tiempo se ha encargado de facilitar
mis simpatías. España ha endulzado sus ideas futbolísticas, pasándole parte de
la diabetes a Alemania, derrotada por nuestra selección en dos ocasiones (Eurocopa
y Mundial). El Borussia de Dortmund se ha convertido (si es que no lo era
antes) en un club moderno, justificante directo de la existencia de una
competición como la Champions League. Aglutina un conjunto de jugadores
jóvenes, veloces, carismáticos y de gran calidad. Le presumimos política
social, títulos y buen fútbol. Y todo ello visualizado en la sonrisa de su
entrenador, Jürgen Klopp. Un tipo feliz con su vida y generoso con mostrársela
al resto, un hombre seguramente consciente de la alegría y simpatía que despierta
su club. No nos engañemos, Klopp cae bien; y mejor aún si se le compara con
colegas suyos abandonados al discurso de la excusa, a la dramatización continua
y a la confrontación como origen y fin. ¿Podrían, tan solo, callarse y sonreír?
Hoy hay partido y de los buenos.
Siéntense y disfruten de la mejor historia y de la intensidad más punzante. De todo lo bueno de la juventud y de la experiencia. Exijan
valentía, condenen la dejadez. Olviden porterías y palabras y quédense con el balón. Y sonrían. Amarillos y blancos en un estadio
azul al rojo vivo. Un partido brillante.
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