Los días soleados no abundan en Inglaterra. Sin embargo, la Premier League se jacta de disfrutar de varias docenas de ellos durante una temporada. Sea casualidad o sea decisión de la madre Tierra, la tarde que recordará Michael Owen podría calificarse como “excelente” para la práctica del fútbol. Era una jornada especial, para él y para el propio fútbol. En Stoke-on-Trent no se hablaba de otra cosa; por si no han visitado la ciudad, allí el juego del Stoke City (habitualmente definido como rural, silvestre o tosco) se conoce como football, tan simple y tan auténtico. La relación con los jugadores resulta más sincera y personal, como la humildad que manifiestan con este deporte. Los futbolistas no van y vienen, sino que viven. Y eso hacía Owen en la ciudad de la región de West Midlands.
El rival era lo de menos. Imaginemos un equipo de media tabla, quizás vestido de azul. Con juventud en el mediocampo y lealtad al sistema impuesto por su entrenador. Si habláramos en idioma futbolístico, estaríamos dibujando una víctima propicia para la veteranía, un adolescente bienintencionado con el pecado que se presta a beber su primer chupito, con tantas ganas como miedo. La posesión de recursos no impide el temor ya que enfrente hay una imagen y un carisma. La dureza del Stoke City impone hasta la ansiedad. Y las prisas y falta de respeto del mundo actual llevan a descontar aquellos valores a la baja. Y uno de ellos era Owen en aquella temporada 2013/2014.
Dos años en el Stoke que habían continuado la carrera de The Golden Boy con los mismos factores de la ecuación. Goles y lesiones, lesiones y goles. La autoexigencia de Owen era brutal y, aún tocado de su eternamente lloroso metatarsiano, quiso ayudar a su equipo a clasificarse para Europa. No ayudaba su escaso botín durante la temporada (seis goles, tras los diecisiete de la anterior) ni la falta de resultados con Peter Crouch, más su complemento que su pareja. Pero Tony Pulis le dejó expresarse desde el primer minuto de esa última jornada. El partido marchaba como suele ser el fútbol en esas situaciones. Nervioso hasta la imprecisión, emocionante hasta el nervio e impreciso hasta en sus emociones. Football de verdad, football de mayo, football de Owen. El descaro de los arquitectos rivales hacía que, frecuentemente, olvidaran la presión en el centro del campo, confiados en la querencia del Stoke por las bandas y los balones largos. Sin huecos, no había peligro. O sí. Con 0-0 en el marcador a falta de siete minutos y los locales virtualmente en Championship, las uves (W) del Stoke (Walters, Whitehead y Whelan) empezaron a combinar como las WM de los años 50. Con rapidez, movimiento y guiados por su delantero centro, Crouch. De repente, un agujero en la telaraña azul. Walters se decidió a mandar un balón hacia allá ante la quietud del rival, fajándose en el cuerpo a cuerpo con Peter, EL cuerpo; tremenda ignorancia.
El arrastre de los rivales permitió encontrar la hendidura por la que clavar el cuchillo. El arma era Michael Owen, que recibió el balón en carrera a treinta metros del área y sin oposición frontal. Podía ser el último carrusel de sensaciones, la única oportunidad de tener una oportunidad. Tras cientos de ocasiones, la película mental no iba a cambiar.
Un toque. Michael disfruta de la posibilidad; solidario como pocos, se acuerda del asistente, incluso del recuperador del balón que inició la jugada. Es un día especial, así que no puede evitar visualizar los ojos ayudantes de Heskey ni el giro de tobillo de Gerrard que tantos espacios le descubrió. En ese primer toque, vuelve a atender al grito de Hamann, aquel centrocampista con carácter de coronel, conocimientos de sargento y aspecto de vecino de profesión artesana. A Hamann no se le oía, a Hamann se le escuchaba. Y Michael le escucha en el primer golpeo del balón.
Segundo toque, ya cerca del área. Nunca necesitó confianza Owen, pero cuando su carácter humano le llama y requiere seguridad, piensa en aquella carrera sin fin en el verano del 98. En aquellos sobrepasados Chamot, Ayala y Roa. En ese relámpago de bello final y maravilloso principio. En aquella forma de comerse el mundo con menos de veinte años. En aquel gol nominado por la FIFA como el segundo mejor de la historia de la Copa del Mundo. Michael cruza ya la línea de la frontal.
Tercer toque. Todo se termina. El fin de los tiempos marcados en una combinación. Owen nunca tardó muchos actos en tomar sus decisiones. Sus traspasos a Madrid y a Birmingham fueron repentinos, así como su marcha a Manchester. No es un tipo que suela equivocarse. La rapidez que imprime a sus acciones siempre ha asustado a estadios enteros, tan amantes de la verticalidad como temerosos del error súbito. Se confirma el secreto a voces. El tercer toque es el último. Empeine puro, arriesgado y difícil de ver. El balón, agradecido por sentirse especial al resto, sale disparado hacia el palo izquierdo del portero de nombre impronunciable y estirada estéril. Gol.
Siete minutos para el final y siete goles en su última temporada. El último valió por la permanencia de un club en la Premier League. Pulis, tan zorro con los rivales como honesto con sus soldados, sustituyó a Owen inmediatamente. Llegaba su descanso más temido. Lo merecía. Cuarto máximo goleador de la historia de la selección inglesa y participante en siete grandes fases finales. Michael, sabedor del poco trecho que le quedaba como futbolista, disfrutó de cada una de las últimas pisadas sobre el césped, de las abundantes manos que se cruzaron en el camino. Andaba con la cabeza agachada intentando obviar las sensaciones que jamás pensó que volvería a padecer. Apenas tenía veinte segundos para guardar para sí mismo el olor del césped, el tacto rugoso de las espinilleras, la respiración del Britannia. Los cumplidos que se sucedían se perdían simultáneamente por el camino. Ya habrá tiempo para las palabras, reflexionaba la memoria. Michael pensó durante una décima de segundo que los momentos más bellos son aquellos que tienen un final.
Y entonces, a falta de pocos metros para llegar a la línea, levantó la cabeza y aplaudió a la grada. A pesar de sus lágrimas lo hizo con solvencia, como llevó a cabo su carrera. El Britannia Stadium se levantó y rompió a elogiar a uno de los ídolos históricos del fútbol inglés durante las últimas décadas, además del nuero perfecto para las suegras de la Gran Bretaña. Y es que aquella tarde no se retiraba un Balón de Oro cualquiera. Aquella tarde se retiraba el chico dorado.
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