A veces, el fútbol pierde la
clásica concepción con la que fue creado. Se trata de esa tendencia que nos
envuelve hoy en día y que consiste en modernizar las formas, procedimientos y
objetivos de cualquier proceso en el que intervenimos de cara a ganar en
practicidad y rentabilidad. Generalmente, supone una mayor inmediatez. Además,
lo actual, lo recientemente creado, suele ser más ágil y visualmente
impactante. Pero reconozcámoslo, tiene menos sabor y prescinde de autocríticas
y razonamientos. En el nuevo siglo, las cuestiones que comienzan con “¿por qué…”
se dejan para el final por miedo a no tener respuestas durante el camino. Y
aunque parezca alejado de ello, el fútbol no se libra de los nuevos enfoques de
esta vida.
Se nos olvida frecuentemente que esto
es un deporte. Un juego. Sí, llevado al profesionalismo y tecnificación más
absoluta. Pero en la base sigue siendo un juego. Solemos pensar en los
jugadores como máquinas de comportamiento regular, patrones marcados y
rendimientos más asociados a motores diesel que a seres humanos (irregulares
por naturaleza). Vemos el campo de juego como una pizarra virtual donde
superdotados tácticos mueven sus piezas en una especie de ajedrez robótico en
el que no se puede fallar. El aficionado se bloquea, como si fuera Windows
Vista, al no entender que su equipo pierda disponiendo de mejores jugadores que
el contrario. Quizá me equivoque pero creo que el concepto está equivocado. Del
revés. Probemos a darle la vuelta al asunto.
En un deporte digital, la
influencia humana puede ser la que aporte ese plus decisivo, mínimo y
espontáneo que tantas veces separa la gloria del anonimato. El fútbol se sigue
jugando sobre césped, naturaleza histórica pura (o casi…pero aquí la
responsabilidad es puramente química). Los participantes no reaccionan a raíz
de golpes de teclado, sino ante ánimos, provocaciones o motivaciones. El fútbol
siempre será analógico, amigos. Una final de Champions League no es Juegos de Guerra. Un partido de fútbol encaja
mejor en Braveheart. Didier Drogba es
más Mel Gibson que Matthew Broderick. Un guerrero analógico. Un carácter ancestral
que destroza cualquier sistema operativo. Un ganador con un destino labrado por
él mismo.
Didier Drogba se nos marcha de la
Premier League. Con treinta y cuatro años y tras ocho temporadas en Stamford
Bridge, Didier es más que un jugador. Ha cruzado la línea de símbolo de club
para asentarse en el estatus de personalidad más influyente de su país,
habiendo jugado un papel decisivo para asentar oleadas de paz en una deprimida
y sangrienta Costa de Marfil. Ahora, sólo tras ganar la Champions League,
Drogba recibe el reconocimiento internacional de grado superlativo que se le
había negado durante toda su carrera. Fuera de Inglaterra, no siempre fue colocado de un modo unánime en el escalón de los mejores delanteros de una
generación excelsa en talento (Ronaldo, Henry, Eto´o, etc).
El africano está siendo
condecorado al final de su película. Como el héroe que se recupera de sus
heridas tras múltiples peleas (un codazo, una bofetada y un diente roto, su
bagaje contra Vidic) o como el soldado que nunca pareció agotar su cupo de
resurrecciones. Un hombre que tardó dos semanas en recuperarse de una fractura
de cúbito para debutar con su selección en la Copa del Mundo de Sudáfrica, con
protección de yeso incluida. Siempre fue consciente de su enorme capacidad de
liderazgo y contagioso triunfalismo y nunca permaneció ajeno al sentimiento de
responsabilidad que el fútbol le introdujo. Esto se ha agudizado especialmente
en esta última temporada, donde Didier ha sido el arma ejecutora de una
generación de futbolistas que veían en él la solución para ajusticiar sus intentos
de tomar Europa durante la última década.
Treinta y ocho días antes de
finalizar su contrato, Drogba ha confirmado que no continúa en el Chelsea. En
mi afán de humanizarlo, hasta diría que me parece más identificable esta
situación que aquellas que prorrogan contratos a los que aún falta algún lustro
por cumplir; tan absurdo como artificioso. Y no nos engañemos, la relación de
Drogba con la competitividad de la élite también parece romperse. Y digo “parece”
porque de los héroes siempre puedes esperar heroicidades. Es el humano más
firme en un mundo cada vez más mecanizado. La apelación a la mística resulta
imprescindible.
“Creo mucho en el destino…cuando eres jugador del Chelsea, nunca hay que
darse vencido hasta el final”
En la última batalla sobre el
verde, la tenacidad del guerrero ha dejado de lado la mal definida justicia
futbolística y ha puesto de manifiesto la importancia de la entereza, la perseverancia
y la determinación en la vida. Un ganador siempre cree en el destino porque cree que puede vencerle y escribir su propia historia. Drogba lo ha logrado.
Mis sinceros agradecimientos y
sonoros aplausos para uno de los tipos que más he admirado en el mundo del
fútbol. Por fin ha encontrado su merecido descanso. Didier Drogba, el guerrero analógico, por fin ha ganado su guerra.
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