La igualdad anda infravalorada, con
una inercia antinatural. Hoy cojean las emociones. En la carrera hacia el fin, el propio tiempo va en muletas, perdido,
sin entender nada, sin saber quién le ha hipotecado. Vivimos en una
sociedad donde la incompetencia alcanza las cotas más valoradas; donde el
ejercer sin precio vale más que el saber sin interés. Esta corriente atañe al
fútbol; esa lúdica y popular actividad que parte de la base del once contra
once y de la división en edades y categorías, pero que queda desvirtuada, desde
tiempos inmemoriales, por la selección depredadoramente natural del capitalismo
deportivo.
Los peces gordos supieron ver el
negocio desde el principio. Si el aficionado no puede pagar una entrada, le
llevaré el partido al salón. Si el dependiente humano no aguanta sin catorce
masoquistas repeticiones de un penalti, le ofreceré ojos en el césped. Si la novia se aburre en casa, la llevaré
al cine. Hace ya tiempo que la agitación futbolística tiene un precio. Y no lo marca el juego, sino el atrezo que
suele acompañarlo semana tras semana. Como una correa de oro para un perro
cada día más triste. Sin embargo, hay pocos escenarios mejores que un campo de
fútbol para asistir a los no tan metafóricos
milagros, cuando la alteración abraza
sus orígenes de la forma más auténtica. A veces, este deporte olvida su
embalaje y nos muestra su mayor valor. Regala igualdad a los inferiores y les
dedica la película más bella de su historia, aquella cuyo guión aumenta el
tamaño moral de los pequeños con una inyección de felicidad; dopada y temporal,
como la niebla que impide ver la realidad. Pero felicidad, al fin y al cabo.
El Bradford City jugará en Wembley la final de la Capital One Cup.
Lo hará corriendo con la verdad de sus piernas y cegado por la niebla de
Londres, la que promete el chupito de gloria en una cena inolvidable. Wigan,
Arsenal y Aston Villa han cedido ante el elegido del fútbol inglés para el siglo XXI. Y nos gustan. Nos encantan ambos.
El Bradford City y el fútbol inglés, ese juego de brutos que ha sabido
estudiarse a sí mismo mejor que nadie. Es ese fútbol solidario que sabe cómo
vestir el juego sin disfrazarlo. El protagonismo rueda conforme junto al balón
y no marca las monedas en busca del rostro más fotogénico. Es el claro ejemplo
de cómo acompañar sin desenfocar, de cómo crear una estructura organizativa de
cara al césped. Si la novia juega, la dama de honor debe apoyarla desde la
grada.
No podemos más que alegrarnos de
que la ilusión tire el circo abajo, de que el regalo rompa violentamente el
envoltorio con la lucha como bandera. Que nos perdone su rival, pero vamos con
el Bradford City. El fútbol inglés no
necesita atrezo alguno. Allí saben que el mejor maquillaje para la novia
son sus lágrimas de emoción.
Artículo extraído de Lineker Magazine nºVI:
http://www.linekermagazine.es/?p=1031
Twitter: @joseportas
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