Me gusta el olor a puro. No fumo, nunca he fumado y nunca fumaré.
¿Y por qué lo agradable? Supongo que por los misterios de nuestra mente, por el
regusto de cubrirnos de amargura. Por lo cambiantes que, al final, resultamos
todos y por la vida que llevamos. No hay época más extrema que la Navidad. Se
colorea por sí misma de momentos. Hay algunos instantes que recuerdo como si
hubieran pasado en este siglo. En realidad, se repetían sucesivamente cada diciembre
de finales de los ochenta. Las tardes terminales del otoño apenas respiraban
entre deberes, entrenamientos y clases de inglés. El tacto de la vida era el de
la arena del parque; el sabor lo ponía el guiso de mi madre, infravalorado
entonces por la inmediatez que exigen los sentidos de un niño. El recuerdo de
aquel guiso ha sido para mí como el mejor de los vinos. Cuanto más lejano ha
ido quedando, más cerca lo he querido sentir al llegar cada Navidad. En esa
época en la que regateas personas por la calle, sueñas regalos en forma de gol
y cada noche es tan especial como las primeras veces, como los mejores
fichajes, como las noches que se duermen al calor de la mañana más plácida. ¿Y
a qué olían aquella vida? Pues olía a puro.
Tras días de espera y de cuentas
atrás, llegaba la mejor tarde de miércoles. No importaba que te mandaran
ponerte tus pantalones y zapatos más incómodos; ni siquiera que tu madre te
peinara regalándote responsabilidad, ya que aquel día apenas ibas a poder mover
tu cabeza con el fin de salvaguardar ese tesoro, de valor incalculable en aquel
momento y maltratado por ti mismo cualquier tarde del resto del año. Ese pelo que, con el tiempo, indignado, se
ha evaporado. Como lo hacía lentamente el tiempo durante aquel atardecer.
Los nervios se agudizaban, compartiendo tensión con el coche de mi padre. No
ayudaba que mis piernas colgaran del asiento del Opel Omega.
Dicen que en los recuerdos
infantiles los espacios se agrandan en tu mente. Yo tengo sensaciones
contradictorias al respecto. De camino, pasamos por una enorme y despoblada avenida
a la que el tiempo se ha encargado de quitarle el disfraz en mis ojos, pasando
a ser peliaguda, estrecha y dolorosamente transitada. Al acabar la experiencia
sobre ruedas, comenzó el período sobre poleas. Recuerdo una rapidísima subida a
lo alto de un rascacielos en un ascensor repleto con tres simples presencias (la
mente continúa jugando con mi percepción espacial). Una vez arriba, las prisas
cogieron el mando entre una luz verdosa, un olor a perfume caro y rancio, una
abrumadora densidad de corbatas y un apretón de manos, previa cesión de
entradas. Vuelta al ascensor, palabra que, por entonces, no formaba aún parte
del argot futbolístico en mi simple y feliz mentalidad. Bajamos.
- Ya casi estamos – decía mi padre mientras
agitaba gustosamente mi pelo. Mamá se iba a cabrear…
La siguiente etapa de mi recuerdo se define con movimiento. Estrés,
ansiedad, electricidad pura alimentando todas las extremidades de mi pequeño
cuerpo y resumidas en mi cabeza. No dejaba de mirar hacia arriba, hacia todos
esos gigantes que me rodeaban y cerraban el camino. El pulso se agitaba y no
podía ni pensar en los viajes de cada uno de ellos; suficiente tenía con
apretar con fuerza la mano de mi padre. La noche nos había encerrado ya, como
parecía hacerlo el gigante de cemento al que nos acercábamos.
Y entonces vino el momento que
ciertos anuncios de televisión se han encargado de adulterar en mi mente.
Intentando ser todo lo subjetivo e imparcial que uno puede ser con un recuerdo,
soy capaz de evocar unos escalones grises, que incluso desprendían humedad al
pisarlos con mis zapatos de gala. Tras una decena, surgió una fila de luces.
Blancas, muy brillantes, las reinas del lugar. Y cuando acabaron los escalones, apareció el verde. El color más
bonito que existe. Habíamos llegado a una inmensidad de color verde puro que
pude disfrutar entre la firmeza de la mano de mi padre y el nervio de mis
extremidades, que parecían querer separarse del resto del cuerpo y bajar a
correr por el césped. Mi estado era de total y absoluta percepción. Y entonces,
solo entonces, anclado al brazo de mi padre, comenzó el olor a puro. Era
intenso y nuevo para mí; fue el perfume de aquel día.
El fútbol guarda una cualidad
común con la Navidad. El exceso. Sobre excitaciones y ascensores entre
emociones. Sobre alegrías y tristezas envueltas en una celebración tan imprescindible
como arriesgada. Imagino que lo más saludable es quedarse con los picos de la
montaña, sin restar extremismo a las caídas al valle. Imagino que lo mejor del
fútbol es que tiene un secreto. Sabe
cómo hacerte sentir el protagonista entre más de noventa mil personas. Sabe
amordazar a la multitud para dejarte pensar en silencio. Y se disfraza de
formol para guardar los recuerdos más especiales. Imagino el olor a puro. Ya es
Navidad.
Ilustración de Bea Crespo
www.beacrespo.es
Artículo extraído de Lineker Magazine nº5:
http://es.calameo.com/read/00170973609218aa12d5f
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