Italia juega en el patio del triunfo. Disfruta atrapada entre los barrotes de la competitividad y orgullosamente alojada en la cárcel de la defenestración histórica por convertirse en el mayor exponente de esa definición ante la que, incluso, los más profanos al fútbol tuercen el gesto. Catenaccio. La simple pronunciación de la palabra avecina muescas de desagrado y debates incendiarios sobre la moralidad de un juego, una auténtica paradoja. Italia no se arrepiente de nada y realmente no tiene motivo, sus cuatro estrellas así lo atestiguan. Supo jugarle a la brillante España y, por momentos, lució más. Compitió contra Croacia y superó a Inglaterra. La concesión de Prandelli al talento futbolístico no esconde sus cartas reales. Italia lanza su póquer sobre el tablero de juego pero apunta con una pistola por debajo de la mesa. ¿Legal? Todo. ¿Lícito? Lo que diga el árbitro. No es trampear, es jugar a ganar. Y tienen al mayor mago de la competición, al menos el que ha realizado el mejor truco. El simple gesto de Pirlo al lanzar su penalti debería convalidarse como cátedra futbolística completa. Sólo al ver su lanzamiento entiendes por qué en Italia lo llaman fare il cucchiaio (hacer la cuchara). La historia popular define a Italia como un equipo rudo mientras que el toque de Pirlo es lo más parecido a una caricia vista en un campo de fútbol. Las leyendas hablan de antideportividad y falta de honorabilidad italiana, cuando resulta que la decisión de Pirlo vino motivada por las frivolidades de Hart, que además no tuvo que aguantar ni un mínimo gesto de il metronomo al encajar el gol. Llegados a este punto, la niebla ambiental prejuiciosa sobre Italia y la probada personalidad de Andrea se enfrentan en ángulos totalmente opuestos. ¿Alguien se atreve a llevarle la contraria a Pirlo?
Al principio fue Alemania. Eternamente pionera y convencida. Siempre les gustó a los germanos el rol de liderazgo, del chauvinismo bien entendido (al menos por ellos), del orgullo por la idiosincrasia que les produce frutos en las primaveras futbolísticas. La impresión es que Alemania fue gestada en una cadena de montaje, con una enorme capacidad para autogestionar sus sacrificios y de una perfección tal que incluso esos mismos impulsos mecánicos son los que en esta competición le indican la conveniencia de tener hambre, factor en ocasiones depauperado y esencial en un deporte de élite. Cuesta asociar el apetito con la productividad. Löw es el constructor responsable del ejército, el albañil reciclado a ingeniero. Lo que le ha hecho diferente en su entorno es su acercamiento al otro lado de los muros de la oficina alemana, su querencia por la literatura futbolística, movimiento de actualidad mediterránea y originario del imaginario carioca, en todo caso a miles de kilómetros de la cuenca del Rhur. El bueno de Joachim extendió su fe de monaguillo infantil hasta creer en un ideario que los germanos habrían calificado en otro tiempo de improvisado y propio de una dejadez casi pre-industrial. ¿Qué quieren los alemanes? Su lógica vanidad deportiva y el esfuerzo estructural que les ha hecho redefinir su altivez futbolística les dice que solo les vale conquistar el campeonato. Si pudieran ilustrar su escenario preferido, imaginarían la victoria más hostil dibujada con el más fino de los trazos; aquel triunfo en terreno enemigo que más que suponer un trofeo temporal, significaría de cara al mundo, y a ellos mismos, que Alemania tenía razón. Que en ese preciso momento, concreto lugar y calculada rotación de la Tierra, la forma correcta de actuar era la suya. El ingrediente aditivo es el que pone en duda precisamente su condición biónica y les refrenda como simples y sangrantes humanos. Alemania quiere venganza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario