jueves, 15 de noviembre de 2012

La mejor unión posible



Cuentan que John Lennon sintió envidia de Paul McCartney al conocerle durante la adolescencia. Le costaba encontrar su propio talento y le imponía el aura de McCartney. Lo que John jamás llegó a visualizar fue la reacción de Paul, veinte años más tarde, cuando se enteró de la muerte de Lennon. Había perdido una parte de sí mismo. Lo que fueron (y firmaron) juntos se convirtió en algo irrepetible, intangible e inalcanzable. Esa maravilla temporal y circunstancial fue fruto de la unión de dos talentos y caracteres que, de algún modo (caprichoso y bienintencionado) intentamos asemejar en este artículo a uno de los dúos más importantes de la historia del fútbol inglés. Brian Clough y Peter Taylor.

El fútbol tiene un componente que eleva el sentimiento de unión y desunión al máximo exponente. Nada provoca más amistades y rivalidades que este viejo y popular deporte. Todo niño en época escolar reconoce como uno de sus mejores amigos al gamberrete que, (solamente) durante los momentos del recreo, olvidaba su estatus superior para celebrar de manera apegada un gol, siempre dudoso, entre chaquetas y piedras. El recuerdo se repite en la adolescencia; ese largo partido entre las hormonas y el alcohol, generalmente expulsado de un modo forzoso durante aquellos córneres del domingo por la mañana, cuando los compañeros de frenesí nocturno se mostraban vomitivamente solidarios. Y qué decir de esa época de la vida en la que la expresión “los pequeños placeres” cobra su sentido total. Las terrazas de cualquier ciudad se llenan de parejas de adultos de mediana edad (expresión que no molesta a nadie) cuya mayor afinidad se disfraza con los colores del equipo local, dejando de lado por unos momentos aquellas convergencias personales que pueden resultar más dolorosas. Convendrán conmigo en que las celebraciones en el patio del colegio, los córneres dominicales y las cañas callejeras serían imposibles sin compañía. Y con demasiada serían algo peores. Y es que, aunque recordemos tridentes, rombos, defensas de cinco, onces y plantillas de veintitrés, el fútbol es un deporte múltiplo de dos.


Será la solidaridad colectiva tornada en seriedad la que nos lleve a buscar ese gran amigo sobre el césped. Ese sentido casi militar del fútbol que ninguna conquista bélica puede igualar en motivación. Ese delantero ratonero que depende del talentoso buscador de espacios; aquel tanque llegador que mantiene una relación de mutualismo con el lateral, siempre voluntarioso. O la simple conveniencia. En el palco de honor y la grada rasa, de la necesidad se hace virtud; se busca respectivamente cerrar negocios y repartir abrazos, con el cinismo como firma en la parte noble y la honestidad como garantía humana en los bajos fondos. Pero las cuestiones y curiosidades más ninguneadas se pegan al muro de división entre el verde y el gris. El dichoso y tan traído banquillo. ¿Cómo encontrar a una media naranja allí? Y, sobre todo, ¿por qué?
Brian Clough y Peter Taylor fueron un perfecto ejemplo de encaje de piezas en la dirección de un equipo de fútbol. Juntos enseñaron lo que puede definirse como la sinergia técnica en la gestión de una plantilla. 

Hablar de humanidad en el deporte moderno puede rayar lo obsceno, pero el trabajo de Clough y Taylor, tecnificado y sin margen de improvisación en sus colegas del siglo XXI, estuvo siempre fundamentado en dos cualidades del todo intocables e inalcanzables por una máquina. Carácter y talento. Eran conscientes de sus dotes y de la necesidad de mantenerlas juntas y en la misma dirección para alcanzar las cotas más altas; a pesar de ello, la propia identidad tiró de significado en el diccionario y agotó los caminos hasta las últimas consecuencias. El carácter de Clough nunca cedió un ápice de su personalidad mientras que el talento de Taylor quiso explorar sus límites fuera del laboratorio casero. Los resultados fueron tan decepcionantes para los protagonistas como lógicos por su naturaleza. Pero comencemos por la época feliz.


Brian Clough y Peter Taylor se conocieron en Middlesbrough en 1956. Clough llevaba una temporada en el Boro, demostrando ser uno de los mejores delanteros del país tras sus trabajos eventuales como mensajero y el servicio militar a su nación. Taylor llegaba ese verano del Coventry City con la intención de convertirse en el portero titular. Clough marcaría 222 goles en 204 partidos en la ciudad del capitán Cook hasta romperse el ligamento cruzado anterior y ver afectada el resto de su carrera. No hubo títulos. El mayor logro de ambos en aquella época fue simplemente encontrarse, congeniar y mantener larguísimas charlas sobre fútbol. Sin embargo, los triunfos no se harían esperar demasiado. Tras comenzar su idilio en el Hartlepool United, Clough & Taylor tomarían las riendas en 1967 del Derby County, que llevaba diez temporadas seguidas atrapado en el fango de la segunda división. Tres años después estaba jugando una competición europea. Y en 1972, el Derby County ganó la liga. Tras divergencias con la directiva, en 1973 marcharon a Brighton, donde los pobres resultados separarían nuestra querida pareja por primera vez en su historia. Taylor quedó al mando del equipo y Clough, tras un pequeño descanso, se dispuso a afrontar su mayor reto individual, entendido con el tiempo como su fracaso superlativo. El Leeds United le contrató para sustituir a Don Revie y Clough duró en el cargo aquellos famosos cuarenta y cuatro días. El choque de estilos y la falta de Taylor fueron las principales causas de una caída perfectamente reflejada en el conocido film “The Damned United” (Tom Hooper, 2009).

The Damned United (2009)

La no tan extraña pareja se reencontraría en Nottingham para firmar la escalada más triunfal de un club en la historia del fútbol moderno. Abanderado de un visionario y exótico, por entonces, juego de toque, Clough comenzó con el Forest en segunda división en 1975. En 1977 subieron a la First Division. En 1978 lograron su primer título de Liga y de Copa tras permanecer un año natural sin perder un partido. En 1979 levantaron su primera Copa de Europa, título que repetirían en 1980. Dos temporadas para subir a la First Division y tres más para ganar nueve competiciones. Tan inédito resultaba por entonces como increíble resultaría ahora. La historia dichosa termina en 1982. No lo hacen los triunfos (más espaciados en el tiempo) ni los titulares en prensa (menos centrados en el juego), pero sí la relación laboral conjunta de Clough y Taylor en el Nottingham Forest. La senda de la felicidad se iba a convertir en un trazado angustioso que marcaría de por vida a ambos protagonistas. Peter Taylor dejó Nottingham para volver a Derby donde protagonizó un par de irregulares temporadas y llegó a derrotar al propio Forest de su amigo. Sin Taylor, Clough tardaría siete años en lograr un nuevo título. Su avanzado alcoholismo, sus crecientes rarezas y el paso del tiempo hicieron mella en el entrenador, que se retiraría definitivamente en 1993.


Brian Clough es considerado, por muchos, el mejor entrenador inglés de la historia del fútbol. No cabe duda de que sus meteóricos resultados han contribuido a tan excesiva definición. Sin embargo, fue su enorme carácter el que le provocó y continúa provocando la menor de las indiferencias. Para Clough el fútbol era, ante todo, un juego creado y compartido entre caballeros. Se erigió con el tiempo como el mayor defensor de este deporte, imponiéndose como su legítimo representante. Siempre creyó personalizar el grito del fútbol ante los entrenadores antideportivos, los directivos entrometidos y los tramposos clubes grandilocuentes de aquella época. Y para ello no dudaba en utilizar métodos realmente curiosos. Clough fichaba constantemente jugadores sin comunicárselo a la directiva y tras una simple charla con ellos. En 1973 acusó a la Juventus de amañar una eliminatoria europea contra el Derby County al ver entrar a un bianconeri en el vestuario arbitral, cabreado por comprobar que los italianos vieron tarjetas a propósito restándole toda importancia al partido de vuelta (la ida en Turin terminó 3-1). Sus roces con la afición y directiva en Derby fueron constantes. Ya en Nottingham su autocomplacencia con sus métodos se vio potenciada por los triunfos. ¿Quién podía discutirle a Clough la decisión de llevar a Peter Shilton a entrenar a una rotonda madrileña porque el césped del Bernabéu no estaba en buenas condiciones antes de la final de su segunda Copa de Europa? Solamente una persona. Peter Taylor.

The Damned United (2009)

El fútbol unió durante mucho tiempo lo que la inercia, el destino y hasta el azar quisieron separar. Solo las diferencias fuera del campo pudieron ensanchar la distancia en una comunión que resultaba perfecta cuando el foco estaba en el césped. La curiosidad y ganas de volar solo de Taylor le llevaron a abandonar la compañía de su amigo en varias ocasiones, con inerte resultado. Sus proyectos resultaban bienintencionados pero faltos de creencia, algo así como equipos probeta. No estaba allí Clough para aportar su carácter incendiario, su magia para involucrar a todos los presentes en el triunfo. No estaba Brian para convencer a Peter de que podían hacerlo. Del mismo modo, en su propio monólogo Brian Clough se revolcó en el fracaso de sus métodos en Leeds y pareció disfrutar de su gradual decadencia laboral y humana en Nottingham. No faltaron piques, encontronazos y peleas, una de ellas causada por la publicación de la biografía de Peter Taylor sin avisar a Clough. El traspaso en 1983 de una de las estrellas del Forest de Clough al Derby de Taylor finiquitó la relación. Clough declaró: “Nos vemos casi todos los días de camino al trabajo por la autopista A52. Pero si su coche se averiase y me pidiera que le llevara, no lo haría. Le atropellaría”.


Los entrenadores no volvieron a trabajar juntos. Los amigos no se dirigirían más la palabra. La sabiduría futbolística se mostró distante con la comprensión más pura de este deporte. A su vez, el triunfalismo pecó de prepotencia creyendo que podía saltar sin red. No caigamos en ser políticamente correctos. La historia ha sido injusta con el papel de Peter Taylor en toda esta fábula. Y es que la humanidad resulta fría e implacable con los segundos. En realidad, el cuento de Brian y Peter es la dicotomía de nuestra vida diaria. Sin tímidos, no habría focos para los populares. Sin la luz de los protagonistas, no se reconocerían las sombras de los secundarios.

En 1990, Taylor escribió un artículo sobre Clough, aconsejándole retirarse de un modo digno. Cuatro años después, Peter murió repentinamente en la costa mallorquina. Brian quedó afectadísimo con la noticia y se dejó llevar en su lamentable y lamentada excentricidad. Fue consciente entonces de que ya no se repetirían aquellos largos viajes en coche para intentar fichar a espaldas de la directiva a un jugador treintañero y gordo. Clough nunca volvió a ser el mismo y falleció en 2003 tras acentuarse gravemente sus problemas con el alcohol.


Brian Clough dejó para la posteridad una enorme colección de frases punzantes, dignas todas de su posición en el Olimpo futbolístico inglés. Pero de todas ellas, destaca sobremanera una. Seguramente la más simple y sincera que salió jamás de su boca. Un pensamiento que expulsó en 1993 al dejar los banquillos, pero que podía haber repetido durante ciertos momentos de su carrera.  Aquel día, Brian Clough definió su relación con Peter con una frase que también podía haber pronunciado su gran amigo:

 “Mi único lamento es que mi compañero no está aquí”.

Seguro que el entrenador podrá encontrarlo en la autopista A52, curiosamente renombrada con el tiempo como Autopista Brian Clough. A través de ella, Brian construyó el equipo más apasionante que ha visto Inglaterra.

Eso sí, conducía Peter.


Artículo extraído de Lineker Magazine nºIII:
http://es.calameo.com/books/001709736ee1beb528bab





martes, 6 de noviembre de 2012

Un partido brillante





Hay partidos de colores brillantes. Más atractivos de lo normal. Partidos a los que el azar de los sorteos cuida concienzudamente, añadiéndolos de un modo tan caprichoso como juicioso en determinadas fechas del calendario. El destino entiende y aplica el placer de lo puntual, de lo sucinto. La ocasionalidad de ciertos choques resulta especialmente seductora para el aficionado clásico; aquel que valora ver a su equipo en un estadio inédito, que supedita su simpatía a los gestos durante su niñez, aceptando su criterio infantil como el más válido de todos. Ese gourmet del fútbol bien entendido que prefiere equipos y partidos de muchos colores.

El BVB siempre fue diferente para la mayoría de nosotros. Para empezar, eran alemanes vestidos de amarillo. Esto ya parecía una contradicción cuando en España lo más parecido que habíamos visto a ese color era la camiseta de Carmelo en el Cádiz. La Alemania dura, el mítico rodillo, la salsa agridulce y triunfante que envolvía todos los platos…era blanca. Un blanco neutral y demasiado limpio para nuestro siempre desordenado país. También podía ser verde. Pero nunca amarillo. Resultaba complicado aliar la alegría con los hipotéticos villanos. Era preferible meter al Borussia en el mismo saco que el Bayern de Munich. Altos, malos, toscos, poderosos, oportunistas, orgullosos, superiores…pero, de repente, cuando ya había conseguido olvidar el color de su camiseta, aparece un tipo bajito y castaño. Quejicoso en sus formas, pero delicioso en su fútbol. Se llamaba Andy Möller y para mí siempre será una de las caras de este club. Un futbolista distinto, irregular, uno de los primeros a los que comenzaba a aplicarse el término mediapunta como algo innovador por entonces. La posición era indiferente, lo importante era que tocara la pelota. Y si lo hacía, yo era del Borussia. Vestían de amarillo y negro y jugaba Andy Möller. Y cuando no hacían falta más argumentos para convencerme, la televisión digital se encargó de mostrarme uno de los estadios más imponentes del fútbol mundial. El Westfalenstadion (no me da la gana llamarlo de otra manera) es precioso, sublime y grandioso. Es uno de esos escenarios que hacen los partidos más grandes de lo que son.




El tiempo se ha encargado de facilitar mis simpatías. España ha endulzado sus ideas futbolísticas, pasándole parte de la diabetes a Alemania, derrotada por nuestra selección en dos ocasiones (Eurocopa y Mundial). El Borussia de Dortmund se ha convertido (si es que no lo era antes) en un club moderno, justificante directo de la existencia de una competición como la Champions League. Aglutina un conjunto de jugadores jóvenes, veloces, carismáticos y de gran calidad. Le presumimos política social, títulos y buen fútbol. Y todo ello visualizado en la sonrisa de su entrenador, Jürgen Klopp. Un tipo feliz con su vida y generoso con mostrársela al resto, un hombre seguramente consciente de la alegría y simpatía que despierta su club. No nos engañemos, Klopp cae bien; y mejor aún si se le compara con colegas suyos abandonados al discurso de la excusa, a la dramatización continua y a la confrontación como origen y fin. ¿Podrían, tan solo, callarse y sonreír?

Hoy hay partido y de los buenos. Siéntense y disfruten de la mejor historia y de la intensidad más punzante. De todo lo bueno de la juventud y de la experiencia. Exijan valentía, condenen la dejadez. Olviden porterías y palabras y quédense con el balón. Y sonrían. Amarillos y blancos en un estadio azul al rojo vivo. Un partido brillante.

























lunes, 5 de noviembre de 2012

Imagine: Pickles




Pronunciaba Bob Dylan una frase tan cargada de razón como de argumentos atemporales. “Times are changing”. Por entonces lo escuchábamos mucho por aquí; cuando digo “aquí”, hablo de Barnet, un tranquilo municipio del norte de Londres. Es mi lugar de residencia desde que cumplí trece años, durante aquel inolvidable 1966. Como buen adolescente, solo me interesaba la banalidad de la vida. Pero aquella Inglaterra estaba cambiando, sí. Acabábamos de ceder las Rhodesias (no las perdimos) y veíamos como nuestros hermanos estadounidenses comenzaban a enfangarse en aquella tierra de arrozales llamada Vietnam. A mí me daba igual aquello; me bastaba con robarles los discos de Dylan y de Stevie Wonder (eso sí, a precio de importación) y con saber que nuestra música, orgullo nacional, comenzaba a ocupar parte del ritmo y del corazón norteamericano.

Ya por entonces, éramos una nación con las ideas claras y los gustos definidos. El inglés es un cuerpo con unos tatuajes visibles para el mundo entero, tan consciente de su poder como de las cicatrices que le limitan. No nos gusta perder el tiempo, excepto si hablamos de our business. Y ahí entra el fútbol; pasatiempo de ricachones, presunción de la calle y pegamento social. Estas palabras rondan mi mente ahora, en pleno siglo XXI, y no en el 66, cuando mis preocupaciones menos triviales eran elegir la pared contra la que imitar los lanzamientos de Charlton y buscar un pub en el que probar mi “primera” Newcastle Brown Ale. Porque los tiempos han cambiado, porque los tiempos siguen cambiando y yo ya tengo otra forma de ver la vida. Lo que pasó en julio de aquel año debía ocurrir y, tarde o temprano, nos iba a pasar. Lo de Pickles había sido un aviso. Algunos de ustedes lo recordarán. La Copa del Mundo se iba a celebrar en Inglaterra aquel año; la expectación era tan grande que la copa se exhibió en Westminster unos meses antes. Sí, alguien la robó. Y sí, un perro llamado Pickles la encontró varios días después, envuelta en papel de periódico en la zona sur de Londres. Quizá hubiera sido mejor si no lo hubiera hecho.

Aquella competición quedó en el recuerdo por las gestas de Eusebio, el Brasil de Pelé (moribundo por entonces y resucitado cuatro años más tarde), la Sudáfrica apartada por el apartheid (paradójico) y el ambiente antibritánico en los medios de comunicación internacionales, con continuas indirectas sobre un posible amaño de la Copa. No les faltaba razón. Hicimos aumentar la cuota de árbitros ingleses, le dimos más descanso a nuestra selección e incluso cambiamos durante la competición los estadios inicialmente previstos para Inglaterra con el fin de presionar a los rivales. Con eso y con el fútbol puro de Banks y los Charlton llegamos a la final ante el ogro alemán.


El partido fue uno de los más abiertos que se recuerdan en esta competición. Tensión, goles, remontadas…Wembley, Londres e Inglaterra vibraron con aquel choque, sabedores de su favoritismo y concienciados de que la suerte iría con ellos. 65 años llevaba Alemania sin ganar a Inglaterra. Aquella racha no iba a parar en el momento cumbre. Aquella tarde había conseguido colarme junto a mi amigo Ian en The Eagle, uno de los pubs más mencionados por nuestros hermanos mayores. Mis padres querían ver el partido en casa, pero mi sentimiento de equipo me pedía ver la final en una compañía que, al menos, igualara mi nervio. Así que convencí a Ian y marchamos hacia Farrington Road. La aglomeración en la calle resultaba tremenda. La grandeza del momento se respiraba en el ambiente y nadie quería perdérselo. Una vez dentro, subidos en una mesa de madera en una esquina del pub, el humo y la distancia al único aparato de televisión dificultaban la visión. Pero la final se notaba, se sentía. We were in.

Rozábamos el éxtasis cuando Inglaterra ganaba en el minuto 89. Fue entonces cuando el alemán y malnacido Weber igualó el partido. 2-2 y al extra-time. Una vez allí, sucedió lo conocido por todos. A los ciento quince minutos de final, una internada de Alan Ball por la derecha finalizaba en un centro a los pies de Hurst. El ex del West Ham se dio media vuelta y remató inefablemente contra el larguero. El balón botó en el césped y salió despedido. Hunt, el inglés más cercano a la portería, levantó los brazos…pero también lo hizo media defensa alemana. Parecía gol. Millones de ingleses saltaron de sus asientos para celebrar o reclamar; en The Eagle, el corazón de los asistentes se encogió a punto de hacerse pedazos, para bien o para mal. El árbitro suizo Dienst fue a consultar con su juez de línea, el ruso Bakharamov. La cámara sostuvo un plano eterno durante los segundos en los que Dienst corrió hacia la banda, un momento interminable para un país entero. Bakharamov se había comportado durante toda la final de un modo expresivo, enérgico, incluso agresivo en sus gestos; levantaba la bandera como si tuviera que guiar un Spitfire por plena pista de Heathrow. Con ese antecedente tan reciente, yo confiaba ciegamente en un último movimiento de flequillo del ruso. En esa seguridad en darle a Inglaterra la Copa del Mundo que tanto merecía y que tanto deseaba. Y entonces sucedió.


Bakharamov señaló córner. No dio gol. Dienst confió en su asistente y decretó que continuara el partido. Acababan de matar la ilusión de un país; y no de un país cualquiera. Ian y yo golpeamos con toda nuestra fuerza la vieja pared del pub. En The Eagle la gente asistía incrédula a lo que sucedía, entre indignados y frustrados. El sentimiento se volcó hacia los jugadores, así de empáticos hemos sido siempre los ingleses. El equipo se vino abajo y, en una contra, Emmerich puso el 2-3 y agarró la gloria para Alemania. El flequillo del ruso no quiso entregarnos aquello que llevábamos meses preparando y ansiando.

Cuarenta y seis años después, las reflexiones saltan sobre los sentimientos, menos frecuentes pero no por ello menos intensos. No hemos vuelto a estar en una final de la Copa del Mundo y no hay nada que queramos más que el retorno de esa copa a Inglaterra. Que vuelva a casa. Hasta entonces seguiremos apoyando desde nuestros pubs. A miss is as good as a mile es un proverbio inglés que significa: “De casi no se muere nadie”. La vejez me ha hecho ver que el destino es caprichoso; que cuanto menos buscas algo, antes lo encuentras. Times are changing. Y a veces simplemente puedes pararte a observar cómo sucede. Quizá debamos hacer caso y así tendremos nuestra copa. Como hizo Pickles, el más inglés de todos.




Artículo extraído de Lineker Magazine III: