Imagino que un día así es excepción en Londres. El sol no suele ser el principal motivo para sacar a las familias inglesas a la calle. A pesar de no ser novedad, el ambiente hoy parecía diferente; se olía la oportunidad. Los rayos de claridad de la mañana parecían anunciar la tormenta de la tarde; iba a ser dramática o reconfortante. Pero seguro que resultaría extraordinaria. Tengo tanto olfato como instinto para estas cosas. Sabía que hoy iba a pasar algo en Stamford Bridge.
A las siete de la tarde, aún disfrutaba
uno de esa sensación tan mediterránea de gozar
el frío del calor, de saborear el “fresquito” que el resto de europeos no
llega ni a definir en sus diccionarios. A pesar de ello, decidí ponerme manga
larga por resultarme cómoda y por aquello de que no me gusta destacar. Sin
embargo, todos tenemos algo que nos hace
diferentes, un sello en el juego que jamás debemos perder.
La vida y el destino hacen que, a
veces, no recuerde esta premisa sobre el campo. Son muchos los condicionantes
en el césped. Un mal día con tu familia, una pelota demasiado juguetona, un rival
en racha…sin embargo, las sensaciones de hoy eran buenas. Apenas había tocado
un par de balones y me veía rápido. Hacía mucho tiempo que no respiraba tan
bien sobre el verde. Me sentía muy animal, llegaba al espacio antes
de lo normal y mis zancadas de los primeros minutos llegaron incluso a
impresionarme. A pesar de ello, me resistía a lanzarme a la euforia; preferí
continuar con el plan del jefe, el de correr por cumplir aunque sin disfrutar.
Seguía oliendo la chance.
Hasta que se presentó el momento.
Sin avisar, como en los buenos tiempos. Y sin sufrir como en los malos. De
repente, como si el sol siguiera brillando, mi regate, animado, se convirtió en
una chispa incontrolable para la defensa. Mi velocidad punta pareció redoblarse
ante el esfuerzo contrario. Y mi control…mi control me dio la mayor alegría del
día. El balón parecía cosido a mi bota como el sudor a la piel hace pocos veranos.
Sólo entonces, sólo con esa sensación
tan maravillosa, me sentí superior. La primera gran carrera supuso el golpe
inicial al contrario, no llevó mi nombre pero sí mi huella. El instinto me
seguía dejando llamadas sin tono, aquellas que producen más ansia de respuesta.
Minuto 90. La confianza me llevó
a presionar hasta la extenuación. La presión es esa carrera, más azarosa que
científica, que muchos piensan que premia al esforzado. Lo cierto es que la
suerte no existe; por lo general, la lotería de la presión le toca al que más
juega, al más veloz. Recordándome noches
gloriosas de junios pasados, evocándome sensaciones, ya casi inéditas, en aquel
lado rojo de la vida, me abandoné a la carrera más esplendida. Y marqué. O
el azar me marcó, si quieren verlo así. La tormenta había dictado sentencia. La
victoria de nuestro lado y el orgullo en mi interior.
Horas después, me relajo al aire
libre en una ciudad cuya respiración te acoge aún de madrugada. Algunos piensan
que lo de hoy es consecuencia del trabajo, de la constancia y de la suerte. Que
el tipo del banquillo, de vocación extirpador de depresiones de club, se ha
propuesto (y ha conseguido) sacarme de la mía. Y que de aquí a final de
temporada tendré alguna que otra tarde como esta. No se engañen.
Yo no pretendo destacar, pero soy diferente. Yo voy a hacer de lo
extraordinario la normalidad. Porque hasta hace no mucho, así lo era. Porque
esa es mi identidad. Yo soy el sol de Londres.
Artículo extraído del nºXIV de Lineker Magazine:
@joseportas