jueves, 12 de septiembre de 2013

Imagine: Los focos sobre Mourinho




Había imaginado ese momento durante muchos años. Sin embargo, no había preparado nada, siguiendo un modelo contrario a su comportamiento habitual, el de no dejar nada descubierto, como posible presa del azar. Pensó que aquella tarde controlaría las circunstancias. Llegado el instante, dio unos cuantos pasos y se plantó firmemente sobre el césped. El entrenador contrario no había salido aún, así que aún no podía acercarse a saludar al banquillo rival. Resopló ligeramente y, con el ceño fruncido, subió la mirada como quien ajusta las luces de su coche. Paró el movimiento en los focos de Stamford Bridge. La repetición no hace la memoria, así que se tomó su tiempo. Varios segundos después, se giró e hizo un gesto de complicidad con su banquillo, compartiendo ese guiño pícaro y ese salto de ojos tan irónico como característico. En ese momento, las sonrisas surgieron en una de las bandas azules de Londres. “Ya estamos aquí”, parecían decir. Fuera o no nerviosismo, la escena daba para portada propia. Más allá de la fotografía, él quiso buscar en su interior y volvió a fijar su mirada en los focos. Se abstrajo y decidió esforzarse para recordar.

Comenzó a resonar en sus oídos el apoyo unánime de un estadio entero. La lluvia de Londres sobre su chaquetón en los gloriosos miércoles de Champions. Se acordó del idilio que estableció con su corbata, más amante que esposa, de las carreras atravesando las áreas técnicas de toda Inglaterra, del amor en los banquillos y del odio en las ruedas de prensa. Rememoró los regalos en forma de resultados que el fútbol le hacía por entonces; la realidad del comienzo de siglo era suya. La verdad competitiva era su amiga mientras que él se había convertido en el enemigo de mirada Disney que otros clásicos necesitaban. Trabajadores y estrellas del fútbol, por lo general de color rojo, fuera por la indumentaria de sus equipos o por la sangre que él les provocó durante varias temporadas. Y recordó también al holandés en la banda izquierda y al irlandés en la derecha. A Didier resolviendo y a Frank templando. Imaginó con media sonrisa el palco. Aquel palco. De repente, giró la cabeza y visualizó el banco dorado de aquel día, no muy diferente del que se alojaba en su recuerdo.


Y entonces, se acabó el abrazo a la nostalgia. Un tipo tan preparado como él, había estado demasiado tiempo sin controlar el futuro, sin sujetar el presente. Lo consideró su regalo de inauguración y comenzó a mirar hacia delante. Se volvió de nuevo al banquillo y, no sin cierto alivio, encontró cercanía y apoyo, le pareció su mejor amigo, la habitación más acogedora del hogar de sus padres. Pensó que su nombre no entendía de indiferencia, ni su presencia de imposibles. El costamarfileño por el español, el brasileño polivalente, el hambre de los jóvenes, la ayuda de las vacas sagradas…todo eran motivos para el optimismo. Así que volvió a enfrentarse al césped del coliseo y, con la mirada levantada, se sintió querido. Había vuelto, estaba en casa. Los focos, testigos sin secretos, le alumbraban a él. ÉL era el protagonista. Como la afición y él mismo deseaban. Como si nada hubiera cambiado.

Artículo extraído del nº12 de Lineker Magazine:

@Joseportas

miércoles, 4 de septiembre de 2013

La memoria del fútbol


El fútbol sin tópicos no sería lo mismo. Más difícil de explicar, de ingerir. Y aún más propicio para discutir. Son como esos huesos muy mordidos, esos principios y finales, aquellas conclusiones que se extienden sobre la mesa sin paliativos y con el objetivo de callar a los comensales. Uno de esos clichés de taberna, y especialmente de vestuario, establece que el fútbol no tiene memoria. Y a aquellos que nos gusta escribir la prehistoria y reescribir la historia nos jode, nos machaca el inventario de razones con verdadera autoridad y, lo que es peor, con la veracidad como arma. Pocos se atreven a rebatir el mandamiento estrella del deporte del Mikasa. Pero siempre quedamos unos cuantos irreductibles, y no necesariamente en una pequeña aldea gala.

Decir que el fútbol no tiene memoria es suponer que la vida no da segundas oportunidades. Intelectualizamos un juego que se define por meter o no una pelota en un arco, moldeado por mil matices pero con una sola variable en el resultado: dentro o fuera. El fútbol recuerda, efectivamente, si la metiste o no. Y en base a eso, reparte revanchas como exámenes en junio o septiembre.

No me cabe la menor duda de que el fútbol se acordará del Manchester City cuando algún justiciero tenga que marcarle un gol de asombrosa chilena al United. Podréis comprobar en este número como el deporte rey se acordó de un exiliado de guerra para devolverle una vida  plena en terreno enemigo. También ha regalado un talento rebosante a los nuevos hijos de Bélgica, en un intento de devolver a la élite a una selección puntera en los ochenta que ha vagado desde entonces por un desierto de mediocridad. Incluso el deporte rey se pregunta quién fue el original y quién el karaoke en la pareja formada por McGrath y Gascoigne.

En LINEKER MAGAZINE llevamos más de un año intentando evitar que el efecto Delorean del fútbol nos rebañe las ideas. Relatamos un pasado sin predecir ningún futuro, más guiados por el alma del trovador melancólico que por las prisas del corresponsal de guerra. Durante doce meses y con la colaboración imprescindible de más de cincuenta personas, hemos intentado crear una memoria colectiva que sirva de bien común. Estaríamos muy orgullosos de mostrar una biblioteca de debate que provocara sonrisas, lágrimas, derramamientos de cerveza…e incluso gestos de desaprobación. También el teclado ofrece siempre revancha.

Que nadie os engañe. El fútbol y todos nosotros tenemos memoria. Gracias por el pedacito de pensamiento con el que habéis colaborado. Con él, habéis dado forma al primer año de este proyecto. Y es que no olvidar es importante, pero lo más valioso es recordar.


Editorial de Lineker Magazine XII:


martes, 3 de septiembre de 2013

Más que un futbolista



Se crió en la calle y creció adoctrinado por el terror nazi. Sirvió a su país persiguiendo refugiados y acabó como prisionero de guerra. Supo reconvertir su vida, se dedicó al fútbol y convirtió un bando enemigo en un hogar. Tras múltiples gestas y cientos de reconocimientos, ha muerto como un símbolo de vida, paz y concordia. Esta es la historia de Bert Trautmann.


No muchos futbolistas logran conservar la capa de trascendencia con la que se les rodea mientras pisan el césped. La historia que figura en los libros, la de fuera de los estadios, les despoja de su nombre, etiquetándoles en la estantería de Épica deportiva, una categoría de cierto aire superficial pero no muy falta de razón. Sin embargo, no siempre es así. Algunos hombres deciden convertirse a la fuerza en personajes de ficción, atraídos por los retos que han superado y animados por la determinación y el carácter que pueden demostrar. Estos héroes clásicos se agarran fuertemente a su leyenda y la impregnan de interés y de justicia retrospectiva, como el polvo se acumula en las enciclopedias del salón familiar. Las grandes biografías se tiñen con el color de la superación; Edmund Hillary dijo que “no conquistamos montañas, sino a nosotros mismos”. Como si siguiera la reflexión del explorador neozelandés, Bernard Carl Trautmann ha vivido durante ochenta y nueve años conociéndose a sí mismo y escrutando los caminos que el destino le ha ofrecido. Y, lo que es más importante, sabiéndose capaz de elegir.

Trautmann fue mucho más que un futbolista. Asusta la diversidad de situaciones a las que se tuvo que enfrentar. Soldado y prisionero durante el mismo conflicto. Odiado y querido en las dos naciones con más presencia bélica del siglo XX. Criado y educado en Alemania, maduró en zona de guerra y encontró trabajo, esposa y nombre nuevos en Inglaterra (allí le rebautizaron como Bert). Dentro del césped, pasó del centro del campo a la portería, de sufrir los silbidos de miles de judíos a recibir la admiración de un estadio entero. Una vez retirado, se colgó la etiqueta de viajero del fútbol al entrenar a diferentes naciones africanas hasta que a finales de los ochenta decidió quedarse a descansar en un pequeño pueblo de Castellón.

El sinfín de cuentos de Bernard Trautmann comenzó a finales de los años veinte, cuando los ecos de la crisis económica resonaban fuertemente en su núcleo familiar. Un joven atlético y en plena búsqueda de personalidad se veía obligado a pedir en la calle e ir de comedor en comedor comunitario en Gröpelingen, a las afueras de Bremen. Su padre sobrevivía con un trabajo precario en el puerto mientras que su madre cuidaba de Karl, su hermano pequeño. Siendo adolescente, Bernard optó por la vía militar y se alistó en la Luftwaffe (fuerza aérea alemana en la época nazi). “Te alistas en honor de tus padres, para defender su tierra. No para matar gente”.

Quiso entrar como intérprete de morse, pero finalmente fue destinado como paracaidista en la II Guerra Mundial. Durante el tiempo que pasó en el frente de Polonia, vivió un servicio relativamente tranquilo y con mucho tiempo libre para practicar deporte. Sin embargo, protagonizó un incidente que terminó con los brazos de un sargento quemados y con Trautmann encerrado en el calabozo durante tres meses. La primera parte de su cautiverio la pasó en el hospital militar debido a una apendicitis aguda.

Paracaidista, suboficial y sargento alemán, acabó huyendo
de todo rastro de guerra, incluido su propio ejercito

En 1941 fue trasladado a la franja este de combate; en Ucrania se encontraría con sus primeras semanas en el frente donde comprobaría la dureza real de vivir una guerra. Los rusos le capturaron pero pudo escapar. Tras ser nombrado suboficial y ganar la Cruz de Hierro del ejército alemán, fue destinado a Francia. Una vez allí, participó en el sufrimiento alemán por los bombardeos en Kleve (1944), aunque fue uno de los pocos supervivientes. Se quedó solo y decidió emprender su marcha sin rumbo fijo, intentando escapar de los aliados y de los propios alemanes, que le fusilarían al considerarle un desertor. Sin embargo, dos soldados estadounidenses le encontraron en un granero; Trautmann escapó saltando una valla pero al otro lado le esperaba un sargento inglés, encañonándole mientras le expendía irónicamente una invitación a una taza de té.

Tras pasar varios meses en un campo de prisioneros en Ostende bajo diferentes categorías de cautiverio (su condición nazi no le ayudaba), el alemán terminaría en Ashton-in-Makerfield, en Chesire (Inglaterra). Allí comenzaría a jugar de mediocentro en las pachangas que eran comunes entre los prisioneros hasta que un día se lesionó y cambió su posición con el portero. No se movería de los tres palos. Bert (Bernd resultaba difícil de pronunciar para los ingleses) había dado, sin saberlo, uno de los pasos más importantes de su vida.


Una vez libre, Trautmann rechazó una oferta de repatriación. Según contó posteriormente, las mujeres fueron una de las razones por las que permaneció en las islas. Alternó diferentes trabajos, desde las labores de una granja hasta emplearse como conductor o en una empresa de ladrillos. Comenzó a jugar al fútbol amateur y precisamente en su primer club (St. Helen´s Town) conoció a la que sería su mujer, la hija de la secretaria por aquel entonces. La estabilidad le trajo un gran reconocimiento a su nivel futbolístico y una nueva vida profesional. Tras un año en el St. Helen´s, el Manchester City le ofreció su primer contrato.

Bert llegó a Manchester en 1949 con muchas barreras que saltar. Y en este caso, tras el muro no le esperaba ningún sargento inglés, sino los murmullos, la desconfianza e incluso la indignación de miles de aficionados judíos. A pesar del buen recibimiento que le otorgaron públicamente el rabino de la ciudad y el capitán del equipo, las circunstancias hicieron muy incómodo el comienzo de la estancia de Trautmann en Manchester. Pitos, cartas de protesta al club, amagos de boicot…además, al alemán le tocaba reemplazar al símbolo local bajo los palos y antiguo combatiente inglés en la misma guerra que él, Frank Swift, que se retiraba tras más de 500 partidos con el City. Aquella temporada, los citizens descendieron de categoría.

En este vestuario no existe la guerra”, Eric Westwood, 
capitán del Manchester City al recibir 
a Bert Trautmann en su club

Sin embargo, hubo un día a destacar en aquel curso. La primera visita de Trautmann a Londres terminó con los focos de la prensa sobre el portero alemán. El City jugaba en Craven Cottage ante el Fulham. Bert comenzó el partido reprendido por el público, sabedor de las noticias que llegaban de Manchester. Noventa minutos después, tras varias paradas imposibles y una actuación portentosa, los veinte mil aficionados londinenses y los jugadores de ambos equipos despidieron a Trautmann con una ovación cerrada. El Fulham había sido muy superior, pero el marcador reflejaba un pírrico 1-0. El futuro mostraba un poco de luz a Bert.

Los de Manchester subieron de nuevo a la First división y se hicieron un hueco entre los mejores equipos de Inglaterra. En 1955 perderían la final de la FA Cup ante el Newcastle. Pero el gran día de Bert Trautmann se retardaría una temporada más, de nuevo esa misma final pero ante el Birmingham City. En un partido marcado por los nervios, los citizens se imponían 3 a 1 en el marcador cuando en el minuto setenta y tres se produjo una importante incidencia.



Trautmann salió a tapar un balón del extremo izquierdo del Birmingham, Peter Murphy, con tan mala suerte que la rodilla derecha de Murphy impactó en el cuello del alemán. El golpe fue terrible. Bert resultó fuertemente mareado, aturdido y muy dolorido. Por entonces, no se permitían los cambios, así que aguantó hasta el final del partido sin poder ni siquiera girar el cuello. En esos diecisiete minutos restantes, el alemán realizó varias paradas de mérito que engrandecieron su leyenda, además de sufrir otro choque con un compañero de equipo y tener que ser reanimado para continuar jugando. Tras el partido confesó que aquello fue como “jugar con niebla, no veía el balón”. Trautmann estrenó su palmarés y celebró el banquete nocturno en el desconocimiento de lo que sabría días después. Tenía el cuello roto, se había dislocado cinco vértebras de la columna, rompiéndose la segunda y salvando su vida por escasos milímetros. La lesión requirió de muchos meses de recuperación y no le dejó volver al grandísimo nivel que había mostrado hasta entonces. Además, poco tiempo después de la final, Trautmann perdió a su hijo John, de cinco años, en un accidente de coche. Esta trágica circunstancia acabaría desembocando en el divorcio con su mujer.

Un simple bache en el autobús 
de camino al banquete de celebración
podía haber terminado con la vida de Trautmann

Los años venideros, Bert asistió entre premios y reconocimientos a su declive futbolístico. Fue el primer extranjero en recibir el premio al mejor futbolista del año. Su Manchester City fue reduciendo su rendimiento hasta descender de categoría en 1963. Un año después, Trautmann dejó el City con un emotivo partido homenaje contra el United con Charlton, Law y Best presentes. Tras un paso testimonial por Wellington y Hereford (dos partidos y fue expulsado por mala conducta), el alemán decidió iniciar su carrera en los banquillos. Stockport County fue su primera parada hasta que, en 1967, volvió a Alemania, al PreuBen Münster. En los setenta trabajaría para la federación alemana en países pobres sin infraestructuras futbolísticas (Tanzania, Yemen, Liberia, etc.) llegando a ser el entrenador de Burma. Su periplo terminó con su retiro profesional en 1988, cuando se asentó en España.




En una coqueta casa en la playa de Almenara (Castellón), Bert Trautmann vivió los últimos años de su vida junto a su tercera esposa. Desde allí, pudo trabajar en la Fundación Trautmann para mejorar las relaciones entre Inglaterra y Alemania a través del fútbol, llegando a recibir por ello la OBE del Imperio Británico. Él siempre estuvo muy agradecido a los ingleses, por acogerle y ver en él un ser humano antes que un prisionero de guerra, reconociendo sentirse “en casa” cada vez que volvía a Gran Bretaña. Sin embargo, conservaba ese tópico orgullo alemán cuando recordaba, en sus últimas entrevistas a El País y Panenka, las 27.000 personas que fueron a ver su debut en el filial del Manchester City. “He seguido viendo los partidos del City. Es mi equipo”.

La tranquilidad de la zona, la compañía de amigos alemanes (jamás aprendió español) y el buen clima le ayudaron a tomar la decisión de quedarse en España. Se hizo propietario de un viñedo y se dedicó a ver fútbol, dar paseos en bici –aún con dolor de su lesión- y disfrutar de sus recuerdos. Como aquel concierto de la Filarmónica de Berlín en el que se encontró con la Reina de Inglaterra y ella le preguntó por su cuello. O como aquellas palabras en las que Lev Yashin le equiparaba a él mismo.


El pasado 19 de julio, Bert Trautmann falleció en su casa de Almenara a la edad de ochenta y nueve años. En los últimos meses ya había padecido dos infartos, tras los cuales había insistido en continuar con su rutina diaria. Y lo había hecho sin mirar atrás, al igual que escapó de los dos bandos enfrentados en una guerra mundial. Y lo había hecho sin complejos, como cuando se presentó bajo silbidos e insultos en el césped de Maine Road para comenzar una nueva vida. Murió Trautmann entre condecoraciones y satisfacción personal a pesar de haber recibido los peores golpes que uno puede sufrir en vida. Y murió sin darnos la receta de cómo desterrar el odio y convertirlo en orgullo y paz. Quizás la respuesta se la dio la portería. Quizás siempre hay que mirar hacia adelante.











Artículo extraído del nº12 de Lineker Magazine: