Imagino que en una noche de
Champions League se intenta mantener la misma concentración, los mismos
procedimientos, tan tribales como profesionalizados, algo paradójico. Y todo
ello con la idea de normalizar la tensión, un absurdo como concepto y un
peligro muscular y vascularmente si se acepta como realidad. Imagino que, en una noche así, todos
estamos destemplados. En un vestuario, los nervios fluyen como los conatos
de memorizar los deberes que tocará hacer sobre el césped, de aprenderse la lección.
Y acaban siendo sólo intentos porque los futbolistas somos instinto y no razón.
Incluso los más académicos conocen las respuestas sin tener que repasar el
recuerdo. Las tripas les dicen cuando soltar el balón.
En un vestuario, los pechos y las
manos chocan, como las miradas se unen fugazmente como gesto inequívoco de confianza.
Se agradece esa seguridad en citas como éstas, en las que alguien afortunado
como un futbolista puede llegar a sentir miedo. El miedo debería ser un fugitivo en esta profesión.
Me gustan los rituales. Me gusta
hacer algo que me lleve a ser alguien. En los instantes previos a los grandes
partidos, sólo hay un momento que me haga sentir la grandeza de lo que voy a
vivir. Sólo uno. Me siento en el banco helado del vestuario local de Old
Trafford, respiro y pienso en lo que vendrá después del partido. En la estrella
del equipo contrario con la que intercambiaré mi camiseta, la cantidad de
periodistas que me harán las típicas tópicas preguntas, los aficionados con los
que me cruzaré a la salida del estadio y la expectación con la que me recibirá
mi mujer en casa. Es el último momento
de calidez…
…que me permite el frío mármol
del vestuario, el mismo que me recuerda lo eterno del club y del fútbol y lo
efímero de mí mismo. Y ese tacto helado, esa sutil divergencia de texturas y
colores entre mi pantalón y el impersonal mármol, es lo que me recuerda lo frío
de este deporte. El fútbol es tan duro que el larguísimo y consistente camino
que te lleva a la élite se convierte en el barranco más vertical en noches así.
La recompensa es tan inabordable como el fracaso. Y eso es lo que me recuerda
el mármol y su contagiosa refrigeración.
Entra el míster en el vestuario y
da la alineación. Su gesto de nerviosismo se resume en la velocidad de
centrifugado del chicle en su boca. Los que le conocemos bien, le calamos en
segundos. Cuando llega a la delantera, no pronuncia mi nombre. Pero me mira. Supongo que es un gesto
de esos que no deberían doler, pero lo hace. Imagino que busca mi confianza en
esa decisión, pero me resulta imposible dársela. Imagino que ese es su ritual,
ese es su momento de calidez emocional y es la última concesión que se da antes
de su trabajo. No me queda más remedio que aumentar mi temperatura, meterme en
el césped sin jugar y rezumar confianza. El
mármol me recuerda que es noche de Champions League.
Artículo extraído del nº8 de Lineker Magazine:
No hay comentarios:
Publicar un comentario