La palabra de hoy es mal.
Y es que algo va mal. Puestos a repetirnos, el mal siempre ha estado ahí. Presenció, presencia y presenciará. “El mal está ahí
fuera, acechando”, te decían de pequeño. Bueno, en realidad no con esas
palabras, pero eso te daban a entender con la protección que ejercían sobre ti.
En los ochenta, uno crecía con el mal como figura lejana; estaba, pero no lo
veías, existía pero no lo notabas. La blancura de Disney y la, por entonces,
agradecida deferencia con la inocencia infantil te hacían imaginártelo más que
presenciarlo.
Los primeros pensamientos razonados visualizan el mal como un demonio ajeno, algo oscuro, una
cualidad que no es de nadie y susurra hablando consigo mismo bajo un árbol y
escondiéndose de los demás, como un indígena que escapa convencido de su
extinción forzada y de su marginalidad. Pero al final, inevitablemente uno crece y empieza a toparse
de bruces con él. En el bosque hay muchos defenestrados y pocos árboles tras
los que esconderse. Y cuando dejas atrás la infancia, llega la curiosidad, el
riesgo o el placer, que te venden como algo a evitar porque son malos, pero tú, como por entonces eres idiota, te
confundes.
Tu cerebro lo modela en forma de
brazos levantados o injusticias sociales, lo imagina durante clases de tono
unánime, lo presencia en forma de metástasis acelerada. Entonces, empiezas a
creer que el mal es un tipo de capa gelatinosa que recubre el mundo entero a
imagen y semejanza de su némesis (no me queda claro que podamos llamarlo bien);
son dos caras del mismo objeto, un par de versiones distintas, enfadadas entre
sí, pero ambas pertenecientes a una realidad siempre ambigua.
Al fin y al cabo, vivimos en un
mundo turbio lleno de paradojas y contradicciones, algunas curiosas y otras
simplemente hirientes. Nos ha tocado presenciar y protagonizar la era de las comunicaciones
y apenas hablamos. Estamos en la época de la información y no se informa. Hoy
en día, tenemos la formación, educación y comprensión necesarias para avanzar
todos en la dirección correcta. Sin embargo, las flechas de movimiento y
mentalidad suelen enfrentarnos los unos a los otros. Reclamamos individualmente
sensibilidad frente a sucesos desgraciados a través de impuestos de cifras. Te
piden empatía a partir de un determinado número o nacionalidad de muertos y lo
llaman justicia. Un mundo que establece y busca prioridades de sangre
es un mundo enfermo.
Nos hemos embarcado en una
carrera económica, elitista y sin sentido, con las manos llenas de necesidades
y comodidades que vamos perdiendo como gotas de sudor sin diferenciar unas de
otras y creemos tener la autoridad moral para denunciar que algunos se han
quedado atrás en esa carrera y señalar a los culpables. Resultan ser los hijos
de los fundadores de la competición cuyas reglas aceptamos la enorme mayoría.
No dejamos de confundir practicidad con utilidad, avaricia con progreso,
egocentrismo con desarrollo personal y trabajo con dedicación. Los inútiles destrabajan,
los preparados desocupan. Este mundo lleva tiempo siendo un mundo de mierda porque ya nadie hace algo porque sí. Convertimos la queja en nuestro modo de vida y nos
olvidamos de que nuestro discurso es nuestra tarjeta de presentación con todos
aquellos que pasan un solo segundo en nuestra compañía. Se habla de lo profundo de la crisis económica y no de lo hondo que hay que excavar para llegar a vislumbrar los valores que nos hacen dignos y que la agresividad de nuestra sociedad ha enterrado gradualmente.
Celebramos lo más dantesco de
nuestra condición. Alzamientos en guerras, cabezas cortadas, victorias de
posesión…ya uno no sabe ni cuándo es fiesta ni el porqué de cada una. La
personalidad humana ha llegado a tal umbral de miseria que convertimos la
tristeza en nuestro motor de crecimiento e inspiración. Las mejores películas
deben ser, por definición, dramáticas. Las críticas musicales más benevolentes se
dirigen a aquellos que arrastran su sentimiento en letras embarradas que te
hacen sentir como un pedazo de mierda. Duele ver cómo las imágenes destacadas de
cada año se basan en el dolor en los países en guerra, en la proyección del
sufrimiento familiar como foco de repartición de sentimientos. A todos nos debe
parecer la mejor, la que más nos conmueve. Y poco a poco, lo extraordinario se
convierte en normal.
Anoche una imagen me perturbó el
sueño. Unas bombas provocaron el caos en Boston, una ciudad que siempre me ha
gustado. Tiene alma, color y carácter. El foco de aquel suceso fue la llegada
del maratón internacional. Uno, que sigue siendo el mismo ingenuo de los
ochenta, continúa pensando en el deporte como la faceta más alejada de cualquier
trazado bélico de nuestra vida. Dejando de lado los instintos competitivos de
unos pocos locos que llegan a convertirlo en su profesión y los fanatismos estúpidos
de aquellos incompletos, el deporte es bien.
Es superación sana y adicional, es
conciliación y diversión, es el significado endémico de la palabra deportividad. La maratón se fundó como
una alegoría de la superación humana y no ha perdido ni una pizca de
peculiaridad en la época moderna. Se trata de una fiesta que acepta hombres, mujeres,
niños, adultos, profesionales, aficionados, católicos, musulmanes, banqueros,
desahuciados, etc. Y lo hace sin pedir identidad y exhibiendo alegría y
colorido en un día colectivamente reconfortante, en una especie de celebración eurovisiva-deportiva pero de mucho mejor
gusto.
Y de repente aparece el mal. Ayer
en Boston y todos los días en otros muchos lugares. Y recuerdas que te
escondían de él, que te hacían imaginártelo. Te alejaban de la parte podrida
del mundo porque te decían que el mundo es injusto. Pero tú, ahora, enarbolas
la bandera de la rendición. Con el nihilismo como principio y la hartura como
mecha, dices basta. El mal gana, como en las pelis buenas. Y ya no tienes la
sospecha, sino la certeza de que el mal no está ahí fuera, acechando. El mal está dentro. De todo y de todos.
De ajeno no tiene nada. Y como buen tapado, revienta constantemente a los pobres bienintencionados. Dejemos en paz al mundo, que ofrece lugares y momentos
maravillosos y no tiene la culpa de que una especie avariciosa, arrogante y profundamente
contradictoria lo haya adulterado.
La imagen que ayer me peleaba el
sueño era la de una niña de ocho años fallecida en el momento de la explosión
en la meta de la carrera de Boston. La fotografía no era del día de ayer, sino
de una carrera anterior, la típica que se incluye adjunta a la noticia de cientos
de medios y que prefiero no reproducir aquí para no amargar el día o el café de
nadie. Es tan fácil ver, oír o sentir lo que marcha mal en el día a día que
apenas recuerda uno lo bueno que tenemos. Y esa cara comienza a desertar. Empieza
a ser, ya es, algo ajeno, suplantada por la dura realidad, escondida detrás de
un árbol junto a la ingenuidad del que sueña o la inocencia del que comienza a
vivir. ¿El mundo es difícil? No, lo somos nosotros.