Cómo afrontar un aniversario como éste. La solemnidad y el miedo credencial humano hacia la muerte marcan cualquier tipo de referencia. No hay consecuencias positivas en esta clase de hechos. Lo único constructivo que se puede hacer es reflexionar. Y no sobre el qué, el cuándo o el dónde, sino acerca de qué pasó después y por qué sucedió aquello que pasó después.
Cincuenta y cuatro años han llovido ya desde la tragedia de Múnich. Habrán leído mil y una veces los macabros detalles sobre el accidente de aviación que sufrió la expedición del Manchester United que les costó la vida a 23 personas y que sobrecogió la memoria de la ciudad mancuniana durante muchos inviernos. Francamente, no puedo aportar nada nuevo sobre aquella información. Nadie puede. Donde hubo lágrimas y dolor, ahora y por siempre permanecerán las cenizas del orgullo y del respeto por las leyendas que surgieron aquel 6 de febrero de 1958 en perjuicio de las personas que perdieron la vida en tierras alemanas. Aquel equipo venía de empatar a tres tantos ante el Estrella Roja de Belgrado y pasar así una eliminatoria de la antigua Copa de Europa con un global de 5-4 a su favor. Los chicos estaban alegres, ya eran semifinalistas de la competición y máximos aspirantes a plantar cara al rey de Europa, el viejo Real Madrid.
Asociamos el deporte con salud y vitalidad. La buena vida entendida semántica y católicamente. Por eso, cuando suceden este tipo de tragedias, la sociedad reacciona como una madre protectora; la sensación es que estos chicos estaban más lejos del final que la media ciudadana. Inglaterra se ofuscó pensando que alguien que mueve millones de ilusiones no podía irse tan bruscamente, sin haber disfrutado ni haber hecho disfrutar. El escenario ya estaba montado y el público preparado, pero los actores no pudieron acudir.
Esa especial sensibilidad social con los deportistas y en especial con los futbolistas, tan en boga para todo, facilitó la complicada fase de tránsito tras el accidente. El hombre tiende a unirse en el drama y a olvidar desigualdades; todos somos idénticamente diminutos ante lo inevitable. El pensamiento moderno y la pasión de clases tiende a sacar al espejo público lo peor del futbolista; suele ponerse como el ejemplo de injusticia social, despilfarro económico y meritocracia mal entendida y malintencionadamente aplicada. Sin embargo, en Inglaterra el respeto a los ídolos es tan grande como la consideración de los clubs con sus aficionados. En las islas no se buscan las estrellas en el cielo, se construyen estatuas para que compartan la tierra con los supporters. Los colores. Esa es la clave.
No sólo fallecieron ocho futbolistas veinteañeros, sino que también murieron ocho periodistas de distintos medios, tres miembros del cuerpo técnico, dos integrantes de la tripulación, un agente de viajes y un aficionado del Manchester United. Entre los supervivientes, nueve futbolistas, cuatro miembros de la tripulación (incluido el piloto), tres periodistas, un diplomático, la esposa del agente de viajes fallecido, el entrenador y segundo entrenador del equipo y Vera Lukic, una señora embarazada que viajaba con su hija y que fueron salvadas por el futbolista Harry Gregg, que también sobrevivió.
Si la vida es una enorme biblioteca con todos los géneros e historias disponibles, el fútbol tendría una estantería propia de pequeñas y grandes gestas. El fútbol es como la vida, dicen. Yo también lo pienso, lo creo y lo suelo repetir en mi mente cada vez que observo un ejemplo claro y nítido en la actualidad que nos rodea. A veces piensas que un centrocampista que utiliza la cabeza para mover al equipo será un hombre razonable en su vida cotidiana, un padre con la cabeza bien amueblada. Esperaríamos de un lateral rápido una persona impulsiva y de decisiones repentinas, un joven ofuscado ante la vida y ante lo que le espera. La valentía y la determinación se tienen fuera del campo y se observan dentro de él cuando se goza de algo esencial para triunfar, la confianza en uno mismo. Los listillos del instituto caen en fuera de juego; fagocitados por la queja continua, aquellos estudiantes aplicados se quedan en el banquillo sometidos a la dignidad interna que les prohíbe protestar. Ellos piensan que, tanto en la vida como en el fútbol, quien trabaja llega donde quiere. Fuera y dentro del campo hay gente que piensa lo contrario: futbolistas sometidos a eternas lesiones ó personas accidentadas que no pueden cumplir sus sueños. Las segundas oportunidades y las revanchas no siempre existen en la vida, es una gran mentira. Como miente el que se tira. No sé ustedes, yo no le compraría un coche de segunda mano a un piscinero. Se vive como se juega.
Pero sigamos. Hablaba de Múnich. Además de la cicatriz colectiva que dejó la tragedia en el siempre resistente cuerpo inglés, surgieron los nombres propios que tan bien (y también) conocemos por aquello. Cuentan que Duncan Edwards fue, con 21 años, uno de los mejores jugados nacidos en Inglaterra. Edwards fue el símbolo de aquella generación de cantera que el United se vio obligado a utilizar, por causas económicas, y que sorprendería por su calidad, polivalencia y talento. Llegó a disputar 175 partidos con la selección inglesa y quedará para siempre en la retina de los que le vieron como un eterno aspirante al podio de los más grandes; abarcaba todo el campo, mandaba como un sargento, se movía como un bailarín y jugaba con la ilusión de un juvenil. Las comparaciones de la época lo colocaban como un Di Stefano inglés. Charlton dijo de él que “…es la única persona a quien realmente me he sentido inferior…me he enfrentado a los catalogados como mejores del mundo y ningún otro es como él…su muerte lo elevó a mito, pero yo lo seguiré definiendo como el mejor que he visto”. Como el titán que era en el campo, Duncan Edwards aguantó quince días más en el hospital tras el accidente. Su tardía y agónica muerte supuso el puñal más doloroso en el entorno del club. Fue como aquella verdad que llega varias jornadas más tarde cuando la nube del trauma aún no deja pensar con certeza ni sentir sin dolor.
Precisamente, Bobby Charlton representó y simbolizó como pocos el espíritu del Manchester United durante la reconstrucción del club. Fue uno de los cuatro titulares supervivientes y gracias a su fuerza, actitud y afán de superación encabezó al nuevo United y a la nueva Inglaterra. El destino le regaló la presencia de George Best y Denis Law varios años después para que marcaran más de 600 goles en cuatro temporadas y alzaran la tan ansiada Copa de Europa en 1968. Dos años antes había ganado el Balón de Oro y la Copa del Mundo como capitán de Inglaterra. Él vivió la paradoja de la vida como nadie; Charlton y Viollet le cambiaron el asiento a Pegg y a Taylor antes de despegar aquel dichoso avión; sólo sobrevivieron los dos primeros. Charlton fue sacado del avión por el héroe ya citado, Harry Gregg, el portero que, tras evitar la eliminación de su equipo en Belgrado, salvó hasta cuatro vidas en Múnich. Y Charlton se sintió en deuda con sus compañeros, con el club y con la ciudad entera. Nunca pensó Bobby que su vida daría tantas vueltas; lo que sí sabía desde el momento en el que intentaba recuperarse en un hospital alemán era que él debía ser uno de los que honrara la memoria de los caídos; debía ser la cabeza visible del grupo y recuperar lo que todo el viejo continente pensaba que en algún momento hubiera sido propiedad de aquellos chicos. La hegemonía del fútbol europeo. El capitán del barco lo fue hasta el final. Bobby se había convertido en Sir Charlton.
Matt Busby era el entrenador del equipo bombardeado por la fatalidad. Un tipo que definía el fútbol como una alegría constante, quitándole trascendencia a pesar de tomarse su labor muy en serio. Peculiar y totalitarista en la ejecución de su trabajo, exigía a sus jugadores en base al talento que poseían. Quizá por el dominio que demostraba en todas y cada una de las situaciones de su vida, el accidente le desmontó las ideas como no lo hizo con ningún superviviente. Busby estuvo más de dos meses en el hospital y llegó a recibir dos extremaunciones. Se replanteó en numerosas ocasiones el abandonar el mundo del fútbol pero su mujer y su instinto le llevaron a seguir adelante. La porción de personalidad que le había robado Múnich fue siendo recuperada con los años y plasmada en aquel equipo ganador de la década de los 60. En 1969, Busby abandonó, como quien da por concluido su trabajo, que para él consistía en devolver a la ilusión colectiva lo que diez años antes el azar les había robado.
Los dos intentos fallidos de despegue del Elizabethan en la pista de Múnich, el chárter fletado por el club de cara a evitar retrasos, el telegrama que Edwards mandó a su familia (“Todos los vuelos cancelados. Volamos mañana. Stop”), el miedo de varios jugadores del United a volar (el delantero irlandes Whelan solía decir “…esto puede ser la muerte, pero estoy preparado…”) y la polémica posterior sobre la responsabilidad y culpabilidad del accidente forman parte del guión que la realidad-ficción fue escribiendo durante aquel febrero de 1958, con más crueldad y amarillismo que afán real de esclarecimiento.
El partido que afrontó el Manchester United tras la tragedia tenía claros contendientes. La fatalidad del destino frente a la voluntad del ser humano y la fe en las personas. Esa fe fue la base sobre la que se construyó un nuevo equipo, un nuevo club y prácticamente, una nueva actitud colectiva en Manchester. El recuerdo de aquellos chicos muertos en 1958, en el momento más ilusionante de sus vidas y carreras, fortaleció al nuevo United surgido años más tarde.
Ídolos como Edwards, Charlton, Busby ó Gregg padecieron un capítulo inolvidablemente penoso en sus biografías y salieron cómo pudieron ó creyeron de aquello. Como la jugada más brillante de Charlton y Edwards, la mejor alineación de Busby o el paradón más importante de Harry Gregg. La comunión soldada dolorosamente entre club y afición, forjada en la amargura, enseñó al mundo que la unión ayuda a salir de casi todo. Parecieron estatuas de bronce, partidos homenaje, jugadores recuperados y nuevos títulos. Sin embargo, lo que lideró aquella reacción fue la voluntad y la creencia mutua. Aquella afición vivió el fútbol como los jugadores y ellos jugaron con el corazón de un hincha. El fútbol y la vida. Eso no ha cambiado. Se juega como se vive.
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