A veces uno reflexiona en la buscada soledad de su escritorio sobre, de un modo genérico, el mundo del deporte y, más en concreto, acerca del fútbol, este carrusel de noticias, polémicas, alegrías y frustraciones que nos invade diariamente. Nadie dudaría en calificarlo como motor de la industria de ocio del mundo entero, ni como negocio de marketing, publicidad y sabrosos sangrías secundarias para los mandamases de las gestoras futbolísticas (que no dueños del fútbol)…
…la pregunta real qué cabría hacerse es dónde quedan el hombre y el juego, esa fracción del business en la que las marionetas tienen vida propia. Si realmente importa la humanidad del deporte rey plasmada en sus participantes y testigos. ¿Nos resulta más trascendente la proyección de personalidades sobre un césped que la propagación de personajes a los apocalípticos tablones de publicidad? Como siempre en esta vida, los resultados se reducen a una elección de magnitud de juego.
El fútbol es tan grande (lo es, no dejen que nadie les diga lo contrario) que de vez en cuando surgen personas que superan al personaje. Y personajes que superan a las noticias, dejándolas desactualizadas y carentes de contenido con el tiempo, cuando el atlético mito que reside en la cabeza de cada uno borra por completo al conjunto de huesos, músculos y movimiento que se pasea por alguna parte del planeta.
Hace pocos días, se produjo un encuentro visual entre mi leyenda y la versión presencial. Pensaba en alguien y su imagen apareció al momento en la pequeña pantalla. Yo estaba viendo un Newcastle-Tottenham cuando de repente, tras un gol de las urracas, un hombre se levanta de su asiento y las cámaras de televisión le enfocan; le estaban esperando. Notable delgadez, asombrosas ojeras, traje macarra y joyas ostentosas. Se me hizo un nudo en la garganta cuando Paul Gascoigne comenzó a aplaudir el gol y a sonreír.
Gazza ha tenido en Inglaterra el influjo y repercusión al que sólo acceden los grandes líderes políticos y monárquicos o las eternas estrellas del panorama musical. Todo el mundo ha hablado de él, bien o mal. Ha tenido reductos fanáticos en su defensa y ha llegado a agrupar una opinión colectiva prácticamente completa en su contra. Una vida novelesca, un carácter incendiario y el talento futbolístico más grande surgido en las islas han sido las causas de que todos sepamos quién es Paul Gascoigne.
Para una representativa porción de la masa de seguimiento futbolístico, Gazza es un entrañable freak, un genio al que el personaje devoró; no es más que una fuente periódica de noticias que, a efectos prácticos, nos facilita echarnos unas risas al agitar su recuerdo tomando una caña con nuestros amigos ya treintañeros, entre goles de Spasic y cromos del Tato Abadía. Cuanto más reprochable ha resultado su figura, mayor tamaño ha alcanzado su leyenda urbana.
Cómo no adorar a un hombre que se tomaba todo a risa (nótese, no he dicho con un gran sentido del humor). La identificación es inevitable. ¿Quién no ha soñado con bajarle los pantalones a un colega de equipo en un aeropuerto, entrar en un bar a desayunar en calzoncillos u orinarle encima a tu compañero de habitación para que no ronque? De acuerdo, Paul no saldría en el DVD de humor que mandaríamos como representación de la Tierra a otro planeta, pero… ¿qué me dicen de enseñarle la tarjeta amarilla al árbitro cuando a éste se le cae (Gascoigne fue el pionero) o de saludar uno a uno a los once rivales cuando era expulsado? A mí esas cosas me ganaron.
Estamos en los noventa así que ponemos la cara B de la cinta. Cómo tragar a un tipo que ha constituido un ejemplo tan lamentable para cualquier deportista y persona. Gazza se ha peleado con media humanidad, ha tenido conflictos personales con jugadores, entrenadores y aficionados de todas las plantillas en las que ha estado (a saber, Newcastle, Tottenham, Lazio, Glasgow Rangers, Middlesbrough, Burnley y Gansu Tianma) y ha mandado a la mierda a países enteros (histórico aquel “Fuck off Norway”). Su genio futbolístico se contrarrestaba dentro del campo con su brutal dedicación defensiva; era considerado uno de los jugadores más violentos de la época.
Su dedicación al deporte resultó lamentable durante toda su carrera, produciéndole el alcoholismo que tan bien le ha caracterizado siempre. Llegó a perderse un mundial por ser fotografiado una semana antes de la concentración comiendo kebabs sin parar. Aquellos que hace veinte años le elevaban como la esperanza de una nación derribaron el pedestal cuando se confirmó que, entre vodka y vodka, Gascoigne había maltratado a su mujer y a sus dos hijastros. Aquel diablo ya no tenía disfraz, ese demonio no recibiría ninguna ayuda más.
Sin ánimo de juzgar. Aunque cuesta decir que Paul no tuvo una vida fácil, lo que es seguro es que su infancia fue tremendamente hiriente. Vio morir a su mejor amigo siendo él testigo, comenzó a padecer trastornos obsesivo-compulsivos desde niño y estuvo acompañando durante ocho meses a su padre en el hospital hasta que éste falleció como consecuencia de una hemorragia cerebral. A modo personal, no puedo evitar sentir pena por un niño que sufre esta clase de desgracias, al igual que siento compasión por un hombre que ha visitado hospitales del mundo entero y ha sido obligado y forzado a ingresar en clínicas de desintoxicación.
Gascoigne ha sufrido y disfrutado como nadie la penuria humana; si ésta hubiera sido su época, la Gazzamania sería trending-topic constantemente. Goles, publicidad, dinero, música, videojuegos…la Inglaterra pre-Spice de principios de los noventa gozaba del aire hooliganesco que traía gente como Gazza y Liam Gallagher (inevitablemente enzarzados en una pelea de bar con resultado policial) antes de que David Beckham alegrara a los clásicos y clasistas británicos y contentara a los adolescentes aderezando la habitual elegancia y señorío futbolísticos ingleses con sus tatuajes de la periferia y una planta digna del mejor sir.
En el siglo XXI Paul Gascoigne continúa pagando los platos rotos. Tras dejar el fútbol como se deja a la primera novia (con dolor, resquemor y a tirones) y coquetear con las cabinas de comentarista, el agujero negro de la vida de Gazza fagocitó al inglés. En varios años apenas surgieron un par de noticias sobre él, unas testimoniando una falsa muerte y otras situándole en la calle y fotografiándole con un aspecto lamentable. Hasta este 2011.
Una entrevista a Paul Gascoigne abría la edición del 9 de octubre de The Guardian. El exfutbolista vive en Bournemouth, un pueblo pesquero del sur de la isla, una zona caracterizada por ser el lugar de retiro de muchos jubilados ingleses. Gascoigne convive con un terapeuta. En la entrevista afirma que su único objetivo actualmente es “pasarme los próximos diez minutos de mi vida sin beber”. Tiene una ostensible y crónica cojera de un accidente de coche en el que estuvo a punto de morir.
Dice que, por primera vez en su vida, es consciente de todos los títulos patológicos que ha padecido; desorden obsesivo-compulsivo, trastorno bipolar, alcoholismo, drogadicción, bulimia, depresión, problemas cardíacos e intervenciones de urgencia por úlceras estomacales. Procura no encender la televisión excepto para ver fútbol (se llegó a grabar un reality show acerca de los intentos de su familia por recuperarle, “Surviving Gazza” y su hijastra comenzó a ser una estrella habitual de la farándula inglesa al aparecer en la versión británica de Gran Hermano).
La vida de Paul Gascoigne no es una historia cualquiera pero es algo que podría pasarnos a muchos de nosotros. Con mejores o peores elecciones pero con un camino similar, la trayectoria de Gazza presenta y representa lo más admirable y, a la vez, lo más infame del carácter humano y de su capacidad de reacción ante el entorno. Habrá personas que digan que ha consumido dañinamente su vida, otros preferirán ver lo que podría haber sido y no fue. En todo caso, son patas de una misma mesa. Víctima ó verdugo, todo es excesivo y nada es mentira en el carácter de Paul Gascoigne, ya que no hablamos de historias y noticias sino de una personalidad.
Hace trece años, estrelló completamente borracho el autobús vacío del Middlesbrough. Al bajarse y ante la atenta mirada de los viandantes, preguntó: ¿alguien para Arlington?
Ningún humano es plano, ni tiene dos caras. Somos una especie de seres poliédricos a los que el viento de la vida hace caer cada día por un lado diferente. Seguramente, el Paul Gascoigne que se levantó a aplaudir el gol del Newcastle en St. James Park hace unas semanas no querrá mirar hacia atrás. Sienta orgullo o vergüenza, este Gascoigne quiere reconducir su vida y construir un cimiento nuevo; eso sí, sin olvidar lo sucedido.
Él tiene la responsabilidad de hacerlo. Cualquiera de nosotros que le recuerde tiene y tendrá la elección de imaginarle como le apetezca. Verá al niño sin infancia, al internacional borracho, al maltratador o al enfermo rehabilitándose. Un ramillete de opciones, tan comprensible elegir unas como fácil no controlar la foto suya que guardaremos en nuestro archivo. Errar es tan humano como imaginar.
Y es curioso pensar que la razón por la que he acabado escribiendo sobre él es la menor de las menciones en este artículo y durante buena parte de su vida. Paul Gascoigne era un futbolista maravilloso. Esa es la cara con la que yo me quedo. La mejor de todas.
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