martes, 14 de enero de 2014

Balón de plástico




Joseph Blatter es un tipo fuera de lugar. Un pájaro elevado a cotas a las que parecía no poder volar. Un ejemplo de voluntad, sin duda. Rodeado de netol en cada paso que da, lo que hace y lo que es huele a rancio. Y esa sensación traspasa pantallas y contagia sin necesidad de jerarquías. La FIFA entera, analizada como organización lejana del césped, es un lujoso entramado de relaciones, excesos y tropelías. Podríamos arrebatarle la segunda F de su acrónimo, no encuentro el fútbol en ninguna razón, en ningún objetivo, en ninguna parada del camino de estos señores que parecen estar de vuelta de todo, de resaca continua más de caviares que de bares.

No es que nos quieran arrebatar el fútbol, es que lo disfrazan, lo maquillan y lo lustran –lo que es peor-, como si se gastara, confundiendo las clásicas Adidas Beckenbauer con unos zapatos de fiesta de usar y cuidar. Entre señores de buen comer, jubilados pieles rojas (con vasos capilares de vividor) y consejeros inaconsejables, se mueve la FIFA en términos sólo explicables en el Jurásico. Como un dinosaurio, marcada por ideologías de piedra, con paso firme- que no sólido- y seguramente abocada a la extinción. No encaja. Es una pieza sin puzle. Con la sede en Zúrich, las galas en Mónaco y la cabeza en el bolsillo, uno tiene la certeza de que deberían poner la mirada de sus ojos en el desarrollo del juego que regentan. En ese césped que a más de uno le producirá urticaria.

La gala de anoche fue como se muestra la FIFA. Anticlimática, destemplada. Ofrecen fútbol de traje un lunes a las siete de la tarde como quien regala una barra de pan del día después. Reconozco que no presté mucha atención. Pero oye, que detalles dejó. Me impactó la impresionante cabellera de Amarildo, el cortisonado Ronaldo y las diferencias culturales y, sobre todo, de altura entre los once elegidos (criterios futbolísticos aparte). No entendí, como nadie en la sala, el premio a Rogge. Me dio por imaginar una llamada intempestiva de Joseph a Jacques una extraña noche de octubre, desde la lluviosa Oxford a un despacho en la congelada Suiza. Todo muy desapacible. “No entiendo por qué se han enfadado, era una broma. ¡En la conferencia se reían todos!”.

Y es que el bueno de Blatter parece no entender nada. O quizá seamos nosotros los que no lo pillamos. Los que nos extrañamos cuando en la gala del otrora prestigioso balón de oro, no vemos más que un ejercicio de plástico, adulterado sin enrojecimiento, llamado a cubrir la egolatría de aquellos que van sobrados de estima. Somos nosotros los que no entendimos tanta apología brasileña (¿tiran de gloria pasada para prevenir descarrilamientos organizativos que ojalá no se den?). Somos nosotros los que perdimos la fe con la pintura que Cafú se había insertado anoche en la cabeza para disimular su alopecia, como una línea de banda mal tirada. Mira a Ruud Gullit, hombre, todo naturalidad. Somos nosotros los que nos extrañamos con nuestra reacción al preferir las lágrimas sencillas de Cristiano Ronaldo con las lágrimas de poder de Pelé. Lo siento, pero prefiero no verle más en la actualidad para no destrozar el mito de jugador que aún tengo en la cabeza.

Más que oler a césped recien cortado, aquello desprendía un tufo insoportable a cirugía de reconstrucción. Y aquel quirófano no estaba esterilizado. Mi último pensamiento y deseo se encamina en esa dirección. Que no se contagie el mal. El fútbol será siempre tan joven como su capacidad de sorpresa en el campo. Brillará como el deporte estelar que es. Y ojalá la FIFA no nos ciegue con él, como un escudo que les protege de corrupción, adulteraciones, decisiones peculiares e intereses económicos. Y es que ya sabemos lo que más le gusta a la FIFA del fútbol. Todo. Menos la hectárea verde.


@joseportas