miércoles, 22 de mayo de 2013

Leighton




Leighton fue un niño cortado. Le encantaba el fútbol, era su válvula de escape para esa burbuja que todo chico se crea; sin embargo, su timidez le provocaba problemas para pedir jugar en el recreo y llegó incluso a retardar su entrada en el equipo del colegio. Aún así, acabó cogiendo ese tren. Y es que a Leighton le gusta viajar y, sobre todo, mirar, observar desde su peculiar idea de este deporte. Para él, el fútbol no lo es todo.

Y ahora, Leighton se considera un tipo afortunado. Con su mirada desprendiendo desconfianza, sus pensamientos resultan más afables. Sabe que ha tenido suerte y por eso expresa continuamente su agradecimiento a Sid Benson, el ojeador que le llevó al Wigan, y al propio club y afición latic. Leighton sabe que ahí comenzó el viaje y que los cinco años que pasó en la ciudad norteña le ayudaron a ponerle perspectiva a todo lo que vive hoy en día.

Nació en Liverpool y se siente scouser como pocos. Se toma a risa los problemas de filosofía deportiva que provocó en su hogar al fichar por el Everton. La familia entera de Leighton era aficionada del Liverpool y continúa siéndolo…excepto su padre. John Baines, albañil de profesión, decidió enfundarse la bufanda del Everton en cada partido que juega su hijo. El resto no muestra compasión alguna por el futbolista de la familia. Leighton afirma que “cuando eres de Liverpool, eres de un equipo o de otro. No de ambos. Eliges un equipo y continúas con él hasta el final. Eso es así”.

Como si su melena estacional le hubiera, paradójicamente, abierto los ojos, Leighton tiene como principal hobby la música. Bob Dylan, The Beatles, Pink Floyd o Paul Weller resuenan continuamente en su cabeza y en el blog oficial del Everton en el que escribe. Su mujer confiesa que subir en el coche de Leighton es como viajar en el tiempo. Y es que es de conocimiento público su apariencia de Doctor Who, como si nos mostrara que viene de otro lugar donde las prioridades son otras. Un sitio donde el fútbol es sólo un medio de disfrute y nunca el fin.

Como decíamos al principio, Leighton sabe que no todo es fútbol. Y aunque, en ocasiones, se le ha tachado de poco ambicioso, su mirada aviesa reconoce un horizonte lejano, marcado por cierto carácter juguetón. Munich, Manchester…sea como fuere, Leighton lo afrontará con la naturalidad que le caracteriza, como cuando reconoce que se encerraba en el cuarto de su hermana a escuchar a las Spice Girls. ”Nunca sabes cómo de cerca está el punto en que debes bajarte del tren. En realidad, nadie lo sabe”.


lunes, 13 de mayo de 2013

Imagine: El carraspeo


Imagino que el cuerpo entiende más de lo que sucede ahí fuera. Y no miente. Es caprichoso y hasta ególatra; se lesiona cuando más lo necesitas y se vuelve hiperactivo cuando debes descansar, como una mascota a la que hay que alimentar a su antojo. Una locura incontrolable, vamos. Cuando las cosas van mal, tienes ese carraspeo. Cuando las cosas van mal (que es un aforismo de ir muy por debajo en el marcador) el cuerpo se destensa, se cabrea más que tu mente por difícil que parezca. Y cuando llega el silbido final, el carraspeo de los días de resfriado se agudiza, por veraniego que luzca, por húmedo que fluya. Ese carraspeo que intenta ortodoxa y fracasadamente evitar el paso del enfado muscular a la patología mental; pero al fin y al cabo, el cuerpo no tira piedras contra su propio tejado y, como el ejército mejor armado, requiere de la mayor uniformidad para tomar decisiones. En el minuto que va desde el pitido final del árbitro hasta el primer halo de sombra del túnel de vestuarios, se concreta la ósmosis de malestar en tu interior. Te sientes hecho una mierda y, además, quieres estarlo. No hay engaños.


Siempre fuiste un tipo constructivo. Para ti nunca se pasan momentos críticos, sino que se preparan los preludios de los buenos. Es por eso por lo que no dramatizas. No lloras, no tuerces el gesto y ni se te pasa por la cabeza teatralizar una derrota, por mucha fuerza con la que angustie a tu sistema digestivo completo. Siempre pensaste que gritar es una pérdida de energía y que saber perder es más práctico que llorar. Así que por el camino al túnel, das la mano a todo aquel que te la ofrece. Incluso acabas estrechándosela a algunos miembros del cuerpo técnico contrario. Gente de la que no conoces la más mínima de sus labores sobre el campo de fútbol. Y, aunque parece darte igual, comienzas a hipocondriar la derrota. Pasan tres crecientes segundos en los que crees de un modo ferviente que te falta carácter. Esa sensación de verdad que sólo has sentido cuando tu padre te habla en serio o cuando estás dominado profundamente por el alcohol. ¿Por qué les das la mano? Asimilas tanto este nuevo viejo mandamiento que sientes hormigueos en las manos, como el que ha recibido una mala noticia. Eres un blando.

A cinco metros del túnel, la nueva fe se muestra invisible y dominadora como la bruma del desierto. Levantas la vista y buscas un apoyo en la grada, una palmada en el hombro, un minuto en el tiempo. Pero la ayuda no llega. El cuerpo te convence de que te cuesta respirar y te roba las respuestas a las preguntas que no quieres hacerte. El carraspeo se acentúa y cementa tu respiración. Y como la marioneta peor maquillada, giras la cabeza a la derecha sin conocer el motivo. Te recibe el entrevistador a pie de campo. Para algunos es la claqueta inicial. Para otros, simplemente el periodista más cercano. Para ti ahora mismo es peor que todo eso. La avispa de la piscina, el metrobús imantado, el trozo de carne con hueso. El cuerpo lo sabe y cuando te dispones a responder amargamente a las estupideces de turno, te impide hablar. El dique que ha montado en tu traquea no te deja conectar palabra. Cuatro segundos después, te disculpas con el entrevistador y enfilas el túnel, agradecido a tu cuerpo, al fiel compañero que te salva sin perder valor, que te permite una salida de total integridad. Sin lágrimas, sin artificialidad. Sin mentiras.

@joseportas

Artículo extraído del nºIX de Lineker Magazine: