IMAGINO QUE SERÁ ASÍ SIEMPRE. Que el pub esté absolutamente lleno
para ver al City jugar en Peterborough una ronda de la FA Cup debe ser lo
normal. Llevo un mes en Manchester y estoy en los preámbulos de incorporar la
acepción de la normalidad a mi diccionario de vida. Normal es rascar el
posavasos mientras esperas que sirvan la cerveza, como normal es comparar, mientras,
los adornos y atrezos de las tabernas irlandesas de Inglaterra con las tabernas
irlandesas de España. Hasta me empieza a parecer normal la tipología de
parroquiano que se destila (y destilan) aquí; más altos, con más pelo y más
sociables que en la península. Muestran una sonrisa natural, parece que
agradecida con los trescientos días anuales de lluvia en esta ciudad. Y es que
dicen que mientras que en España se huye de los problemas en el bar, en
Inglaterra se acude al pub a arreglarlos.
Con la cerveza en la mano y
cuatro libras menos en el bolsillo, me giro. Apoyo mi espalda en la barra,
rematada con esa especie de ola de madera cuyo objetivo, deduzco en ese
momento, es incomodar a todo aquel que quiera despreciar la vista del padre
alcohol. Curvo la espalda muy despacio para amoldarme y mientras, CIERRO LOS OJOS. Doy un buen trago e
intento recordar lo bien que sabe una pinta en los momentos dulces. Siento lo
fresco del verano, lo acogedor del invierno. Trato de esforzarme para compatibilizar
esas agradables inyecciones con la autonegación del alcoholismo. Intento disfrutar
el exceso como si me pareciera a mí mismo un anuncio de Coca Cola. No resulta fácil,
pero el ambiente invita a fantasear. Día duro, sudor en la frente… y sigo con
los ojos cerrados. El segundo trago de cerveza es el pistoletazo de la carrera
mental. Elevo ligeramente la cabeza e inspiro. Lo único que oigo es mi propia
respiración, lidiando con el constipado que arrastro. De repente, y como si
todos tuviéramos un indicador de volumen, comienzo a oír un murmullo. Alguien
está girando mi botón, como si la cámara se acercara lentamente a su dedo y
algo fuera a suceder. Se hace tan patente que no me queda más remedio que
escucharlo. Son gritos, cada vez más y más fuertes. Parecen reclamos, incluso
ánimos. Denotan nervios y emociones. Abro los ojos.
El pub está lleno de bufandas y
camisetas celestes. Los ciudadanos han salido de la ciudad y han entrado en el
pub, separados por la frontera de la ilusión. Respetan mi espacio vital pero se
agolpan entre ellos, buscando el contacto, como si el sudor conjunto les
ayudara a pasar un mal trago. Las miradas se concentran en la pantalla gigante,
el lugar donde algunos buscan minutos y TODOS
BUSCAN HÉROES. Mi respiración se entrecorta notablemente. No sé bien qué es
lo que ha pasado. Esto no me parece nada normal. Pero me dejo llevar. Apenas
noto la ola de madera en mi espalda y la cerveza parece haber hecho su efecto.
Intento buscar un ápice de reflexión interna, algo complicado con la atmósfera
de angustia que condensa el pub. Agacho ligeramente la cabeza y pruebo a
pensar. Dos segundos de silencio interno hasta que un tsunami humano me engulle
literalmente. Un trueno formado por mil gritos acaba con el respeto por mi
espacio y, también, con mi preocupación por la más que segura conmoción que
acabo de sufrir. No puedo sentirme mal entre tanta algarabía. Esbozo una media
sonrisa un tanto nerviosa y me limpio la cara de la cerveza ajena mientras
enfoco la mirada a la pantalla. Entre los cuerpos saltando, los hombres
besándose y los pisotones de fiesta como si fuera su Nochevieja, apenas acierto
a ver un chico moreno corriendo como un loco por la banda mientras parece
querer utilizar su camiseta celeste como una honda moderna.
SILENCIO ABSOLUTO. Noto la ola de la barra en mi espalda. Noto la
normalidad. He vuelto al miércoles. Al febrero húmedo que estoy más que
sufriendo en Manchester. Mi vaso está casi lleno. Noto que los parroquianos me
observan y comparten complicidad con sus miradas y con su inglés cuaternario. Y
es que tengo la cara impregnada de cerveza, que gotea y gotea sin parar hasta
un suelo que parece incluso más limpio que mi rostro. Levanto la vista y me
fijo en la televisión. Va a empezar el partido del City y Agüero es titular. Lo
normal, vamos. No sé qué ha pasado. No sé si vengo del pasado, del futuro o del
viaje más evocador que ofrece la villa de la fermentación. Suelen decir que son
fallos cerebrales. Me cuesta creer que algo tan jodidamente especial sea
definido como un “fallo”. Pero seamos sinceros. Cuando el Kun te parece normal,
es que algo no va bien.
Artículo extraído del nºVII de Lineker Magazine:
http://www.linekermagazine.es/lineker-magazine-7/
Twitter: @JosePortas