martes, 14 de enero de 2014

Balón de plástico




Joseph Blatter es un tipo fuera de lugar. Un pájaro elevado a cotas a las que parecía no poder volar. Un ejemplo de voluntad, sin duda. Rodeado de netol en cada paso que da, lo que hace y lo que es huele a rancio. Y esa sensación traspasa pantallas y contagia sin necesidad de jerarquías. La FIFA entera, analizada como organización lejana del césped, es un lujoso entramado de relaciones, excesos y tropelías. Podríamos arrebatarle la segunda F de su acrónimo, no encuentro el fútbol en ninguna razón, en ningún objetivo, en ninguna parada del camino de estos señores que parecen estar de vuelta de todo, de resaca continua más de caviares que de bares.

No es que nos quieran arrebatar el fútbol, es que lo disfrazan, lo maquillan y lo lustran –lo que es peor-, como si se gastara, confundiendo las clásicas Adidas Beckenbauer con unos zapatos de fiesta de usar y cuidar. Entre señores de buen comer, jubilados pieles rojas (con vasos capilares de vividor) y consejeros inaconsejables, se mueve la FIFA en términos sólo explicables en el Jurásico. Como un dinosaurio, marcada por ideologías de piedra, con paso firme- que no sólido- y seguramente abocada a la extinción. No encaja. Es una pieza sin puzle. Con la sede en Zúrich, las galas en Mónaco y la cabeza en el bolsillo, uno tiene la certeza de que deberían poner la mirada de sus ojos en el desarrollo del juego que regentan. En ese césped que a más de uno le producirá urticaria.

La gala de anoche fue como se muestra la FIFA. Anticlimática, destemplada. Ofrecen fútbol de traje un lunes a las siete de la tarde como quien regala una barra de pan del día después. Reconozco que no presté mucha atención. Pero oye, que detalles dejó. Me impactó la impresionante cabellera de Amarildo, el cortisonado Ronaldo y las diferencias culturales y, sobre todo, de altura entre los once elegidos (criterios futbolísticos aparte). No entendí, como nadie en la sala, el premio a Rogge. Me dio por imaginar una llamada intempestiva de Joseph a Jacques una extraña noche de octubre, desde la lluviosa Oxford a un despacho en la congelada Suiza. Todo muy desapacible. “No entiendo por qué se han enfadado, era una broma. ¡En la conferencia se reían todos!”.

Y es que el bueno de Blatter parece no entender nada. O quizá seamos nosotros los que no lo pillamos. Los que nos extrañamos cuando en la gala del otrora prestigioso balón de oro, no vemos más que un ejercicio de plástico, adulterado sin enrojecimiento, llamado a cubrir la egolatría de aquellos que van sobrados de estima. Somos nosotros los que no entendimos tanta apología brasileña (¿tiran de gloria pasada para prevenir descarrilamientos organizativos que ojalá no se den?). Somos nosotros los que perdimos la fe con la pintura que Cafú se había insertado anoche en la cabeza para disimular su alopecia, como una línea de banda mal tirada. Mira a Ruud Gullit, hombre, todo naturalidad. Somos nosotros los que nos extrañamos con nuestra reacción al preferir las lágrimas sencillas de Cristiano Ronaldo con las lágrimas de poder de Pelé. Lo siento, pero prefiero no verle más en la actualidad para no destrozar el mito de jugador que aún tengo en la cabeza.

Más que oler a césped recien cortado, aquello desprendía un tufo insoportable a cirugía de reconstrucción. Y aquel quirófano no estaba esterilizado. Mi último pensamiento y deseo se encamina en esa dirección. Que no se contagie el mal. El fútbol será siempre tan joven como su capacidad de sorpresa en el campo. Brillará como el deporte estelar que es. Y ojalá la FIFA no nos ciegue con él, como un escudo que les protege de corrupción, adulteraciones, decisiones peculiares e intereses económicos. Y es que ya sabemos lo que más le gusta a la FIFA del fútbol. Todo. Menos la hectárea verde.


@joseportas

lunes, 30 de diciembre de 2013

Imagine: Consecuencias




Corría el verano de 1989 y él no se imaginaba lo que iba a suceder. Se encontraba en Doesburg (Holanda), a unos quince kilómetros de la frontera germana. Tras un buen año laboral –el primero como titular indiscutible en el Ajax-, se veía portando el féretro de un colega, de un desconocido; un tipo del que le separaba su color de piel, sus raíces, y aquello fue precisamente lo que había ordenado tan fatal destino. Él conocía la existencia de aquel amistoso, pero nunca le había prestado mucha atención. No por nada en especial, simplemente era un partido más, en fechas por lo general de vacaciones. Por entonces, él solía aislarse, se quedaba en Ámsterdam y se olvidaba del fútbol durante unos meses, encerrándose gradualmente en su burbuja familiar y de amigos.

Pero ese verano fue distinto. Aquel partido amistoso había ganado una enorme trascendencia mediática a base de sangre. Iba a disputarse en Surinam la cuarta edición del Kleurrijk Elftal (traducido como “equipo de colores”). Se trataba de un partido jugado anualmente que enfrentaba a la selección local con los holandeses de la Eredivisie con raíces en Surinam. Se entendía como una pequeña fiesta en pos del fútbol, la diversidad y la cooperación. Sin embargo, durante las fechas previas, se habían producido continuas discusiones y faltas de entendimiento entre federación, clubes y, por ende, jugadores holandeses.

No todos guardaban la misma postura sobre el partido y aquello desembocó en que buena parte de los futbolistas más mediáticos del momento no llegaron a viajar a Surinam. Internacionales -y campeones de Europa el verano anterior- como Ruud Gullit, Frank Rijkaard o Bryan Roy no cogieron aquel avión. Marcel Liesdek también se quedó en tierra ya que se encontraba negociando con su nuevo club. Aaron Winter estuvo a punto de coger un avión por su cuenta pero finalmente decidió no enfrentarse a su equipo. Stanley Menzo sí que embarcó a Surinam, lo hizo en un vuelo distinto al del resto de la expedición. Entre agraviados, rebeldes y mandados, nadie imaginaba que aquel partido no llegaría a celebrarse.

El vuelo PY-764 de Surinam Airlines llegaba con retraso. En Zanderij, una pequeña aldea cerca del aeropuerto de Paramaribo, había suficiente niebla como para dificultar la maniobra, pero no lo bastante como para aplazar el aterrizaje. El capitán Rodgers decidió intentarlo, tanto de forma manual como a través del sistema automático de aterrizaje, que le avisaba del tremendo riesgo que se corría y de lo bajo que volaba aquel Douglas DC-8. Finalmente, el aparato se estrelló a las 16:27 de aquel fatídico 7 de junio. Murieron 167 pasajeros, sobreviviendo toda la tripulación y un pequeño perro, al que la policía local bautizó como Lucky.

Él pensaba mientras portaba el féretro. No dejaba de darle vueltas a todo lo que había sucedido después, cuando se confirmó que el piloto había mentido sobre su edad y sobre el estado de su licencia de vuelo, suspendida en varios países. Actuó bajo un nombre falso y sin un permiso específico para volar este tipo de avión. La verdad es que aquello le importaba poco. La desolación había invadido Holanda, Surinam y el mundo del fútbol. En aquel verano de 1989, él estaba tan aturdido por lo pasado que no se imaginaba lo que iba a suceder un tiempo después. Sus nervios se convirtieron en ansiedad, en el miedo más racial. Un aviso de bomba en un avión durante el mundial de Estados Unidos se convirtió en el último detonante. Padecía una aerofobia que iba a condicionar sobremanera su posterior vida personal y profesional.

Pero en aquel funeral, él no sabía nada. Con veinte años recién cumplidos, se preguntaba en su interior por las causas del desastre sin pararse a pensar en las consecuencias. De andares elegantes, con escasa e inocente cabellera, las cejas arqueadas y el gesto solemne, el chico continuó portando el féretro de su compañero. Seis años después, tras su paso por Milán, Dennis firmaría un contrato con el Arsenal que incluiría una de las cláusulas más famosas de la historia del fútbol.


@joseportas

Artículo extraído del nºXVI de Lineker Magazine:



viernes, 27 de diciembre de 2013

La elección de marcharse




Se nos marcha el 2013, un año con un rostro distinto en función de quien lo mire. Desgraciado para unos, sentido para otros, incluso habrá sido bueno para los que ya corren a por el siguiente, apresurados y con la ilusión por montura. Precisamente sobre marchas y rostros hablamos en este número de LINEKER MAGAZINE. Sobre viajes inacabados y aventuras recomenzadas. Escribimos sobre vidas nuevas y oportunidades más que antiguas, las que el hombre busca en su interior y se da, en ocasiones, en contra de su entorno y hasta de su propia voluntad. Reflexionamos y dejamos reflexionar sobre esfuerzos, sacrificios y sueños, la película de nuestra existencia estrechada en un fotograma más breve de lo que suele parecer, una secuencia continua de semanas, meses o incluso años mucho más difícil de olvidar que las que le rodean.

Las experiencias vitales que suele respirar el emigrante se recuerdan con el paso del tiempo como cucharadas de sabiduría, como momentos de disfrute que uno pasa resguardado de la tormenta de realidad que asoló y asolará. Y por lo general, es el sudor del viajante el que pule esas situaciones, el que se encarga de hacer brillar lo que en otras tierras o en ausencia de esfuerzo, podría parecer hasta rancio. Es una lástima literaria recurrir a los típicos tópicos, pero hay pocos contextos que definan mejor la identidad humana que el del emigrante. Cuando uno se marcha, no sólo lo hace en busca de una mejor situación económica (sello de nuestros días) sino que también quiere una nueva perspectiva, unos retos por rodear y un aprendizaje por experimentar. Suele sentirse como una vida dentro de una existencia, con lo contundente y dura que puede resultar esa definición.

Los futbolistas, pensémoslo, son humanos también y, como tal, muestran las mismas razones para viajar que cualquier otro ciudadano. Rodeados, seguramente, de mayores facilidades económicas, nos cuentan que ellos también tuvieron (y tienen) que tomar decisiones, que los contratos calman las angustias pero no reducen las distancias y que el tiempo que pasaron en Inglaterra fue por lo general una sana experiencia a recordar durante el resto de su vida.

Hablamos en este número de valientes. De gente que ha mostrado su osadía y su determinación en las decisiones que han tomado. Y esa valentía se multiplica frente al espejo por haberla demostrado en tiempos en los que elegir parece de privilegiados y realmente es de valerosos. A veces intentamos vivir buscando el éxito sin darnos cuenta de que el trofeo más preciado es la libertad, la libertad de encontrar una vida propia.

El equipo al completo de LINEKER MAGAZINE quiere desearles unas felices fiestas y un próspero año 2014. Esperamos que puedan pasar su tiempo con sus seres queridos y que nadie les robe la capacidad de elegir. Dentro de poco más de un mes, nosotros decidiremos volver a pasarnos por aquí.


@joseportas


Editorial del nºXVI de Lineker Magazine:




martes, 3 de diciembre de 2013

Imagine: La otra decisión




El silencio es absoluto. He acertado con el mejor momento en el mejor lugar. No ha sido difícil. Al terminar un partido, cualquier localidad vacía del estadio te parece la más adecuada para sentarte. La más personal, la más accesible. Incluso crees que alguno de los asientos cobra vida y te susurra al oído, zalamero y con maquillaje de sofá. Ahora, sentado sobre él y sosteniendo mi taza ardiendo de Glengettie, lo sé. Y, repito, esta vez era fácil. Pero no siempre pasa. Por lo general, no sabes lo correcta que es una decisión hasta que puedes valorar las consecuencias. Y es que lo importante, lo que uno debe valorar, no son los riesgos, sino las realidades.

Bebo un sorbo que no me sirve para entrar en calor, pero sí para recrear la sensación de estar en casa. En el norte de Londres, el clima es muy parecido al de Cardiff, aunque diría que allí la humedad te cala hasta el hueso más lejano. La de aquí es otra historia, pero con el tiempo he conseguido convertirla en mi historia. Esbozo una media sonrisa mientras miro a la banda; si hay un lugar en el que me encuentre cómodo es ese. Es como un apartamento que no necesitas decorar ni cerrar cada vez que te marchas. Dominas todos los espacios, entras y sales cuando quieres, te encanta y además, es tu lugar de trabajo; con la mayor diferencia respecto al resto de trabajadores y es que este sitio no me agobia. Al contrario, me hace sentirme independiente, me veo libre corriendo, centrando, marcando, buscando… Respirando.

El cuerpo me pide más té y le obedezco sin recato alguno. Fijo mi mirada en el marcador y veo el 4-1 de hoy. Durante los primeros minutos nos costó, parecíamos oxidados y nos marcaron un gol. Pero si algo tiene este equipo, es su capacidad de respuesta; cuando los partidos se rompen, somos un vendaval. No somos los mejores atacando ni defendiendo, pero da gusto vernos jugar (según dicen la mayoría de aficiones). Están repitiendo los goles por el marcador. Veo como nuestros supporters lo han celebrado. A mí me gusta hacer feliz a la gente. No hay mayor don que ese para un futbolista. Ese es nuestro valor. No el de tambalear un mercado sino el de provocar sonrisas. Esto no va de premios, egos y trofeos; para mí, la idea está en conseguir que los aficionados se levanten orgullosos al día siguiente.

Los pies empiezan a enviarme señales para que me levante. Al Glengettie le está costando, pero no es culpa suya. Juego con el filtro del té hasta que, desenfocando la vista, encuentro junto a mis zapatillas un carné de socio. Brillante como la nieve, era difícil no percatarse. Lo recojo y al darlo la vuelta, identifico a Steven Hurst, un jovencito que se habrá llegado su sentimiento spur adosado a sus pulmones pero se ha olvidado el carné con el que no podrá volver a entrar a White Hart Lane, al menos en el próximo partido.

Me meto el carné en el bolsillo y me levanto. Un último vistazo al estadio, un último trago al Glengettie. Soy un tipo afortunado. Este monstruo de cemento y césped que acoge un griterío ensordecedor cada quince días, es mi casa. Y la gente con la que comparto mi casa es mi familia. Voy a hablar con el delegado del equipo; mañana tras entrenar voy a llevarle personalmente su carné a Steven. No creo que ponga trabas, confía en mí. Él sabe que suelo tomar buenas decisiones, sobre todo cuando estoy seguro de que la consecuencia será la sonrisa más sincera.


@joseportas

Artículo extraído del nºXV de Lineker Magazine:



domingo, 1 de diciembre de 2013

La película de la banda




Si el mes pasado intentábamos, completamente en vano, ponernos en la piel de esos supervivientes entre sentimientos, los entrenadores, este mes nos solidarizamos con aquel que siempre está pero del que nunca se habla. El banquillo termina siendo el objetivo más deseado para unos pocos y el apoyo, literalmente, menos reconfortante para la gran mayoría. Andamos reflexivos en la redacción de LINEKER MAGAZINE. Será la lejanía que nos separa de los momentos en que se decide la temporada; o quizá sea el frío que nos evita empatizar con aquellos deseosos de calores mundiales o de celebraciones coloridas. El asunto es que estamos en invierno, ahí fuera hace mucho frío y nosotros preferimos lanzar la imaginación –que no las campanas- al vuelo con una disertación sobre lo que supone ese antiguo amigo de cemento, antes rasgabicepsfemoral y ahora, por lo general, reconvertido al plástico más industrialmente generoso. Sentémonos.

El banquillo es descanso. Es reflexión, frío y espera. Ya sabemos el odio que le profesan la mayoría de superprofesionalizados ávidos de engordar el palmarés del equipo con el relleno de la aportación individual; es ésta una carrera en la que resulta mejor no preguntarse si el protagonista busca el mejor sabor para el pavo o el mayor ego posible para el cocinero. La cosa es que el futbolista suele estar incómodo, sí. No puede correr, meter goles ni pegar patadas; y con el gran hermano digital en vigilia continua, tampoco le conviene rajar del entrenador ni parecer demasiado amigo de los rivales.

Por cierto, resulta mucho más natural el movimiento de los entrenadores alrededor de la banda. Tanto en las entradas como en las salidas, deja caer el míster que se siente como en casa, sabedor, eso sí, de que nunca ha tenido -ni tendrá- las llaves de la propiedad. Se mueven mejor en la banda ellos que los jugadores y entablan con el dichoso área técnica una relación de mucha mayor confianza y serenidad propia. Saben que la carrera de entrenador puede extenderse en el tiempo de forma casi hurtadiana y prefieren hacerse a su minipiso particular, al lugar donde dejarán la botellita de agua y al espacio de esprint que utilizarán en caso de triunfo instantáneo. Saben que su alquiler no admite opción a compra y se resignan a vagar de hotel en hotel cuan soltero libre y deseado. Y es que tras años de proyectar una imagen paternalista, el gremio de los míster seguramente haya recibido con una sonrisa a esos bad boys con cláusula de rescisión y personalidad por encima de colores. En el siglo XXI, el entrenador puede molar.

Todo aquel que pise un banquillo debe haber pisado antes el césped, admitiéndose mayor o menor éxito en la contienda. Hemos hablado de jugadores y de entrenadores. Ahora bien, coloquen en sus más profundos sueños aquellos futbolistas que saborean la parte final de su carrera. Pueden ser todo raciocinio, de técnica divina o con tremendo corazón. Imaginen esa cualidad en el banquillo. ¿Qué tendría un equipo dirigido por Paul Scholes?, ¿cómo atacaría un Milan con Pirlo en el banquillo? Piensen en la posibilidad de que Balotelli pudiera repetir el efecto Simeone. Excesivo, de acuerdo. O no. La magia del banquillo es tan grande como la del propio fútbol. Son esas dos vidas unidas por un hilo de transición, tan fino e incierto que puede causar desde la transformación personal más traumática hasta una segunda parte tan brillante como El Padrino II. Aunque sería la tercera muestra de la saga el motivo de mandar a Francis Ford Coppola a otro tipo de banco. Tienen razón, ya es hora de levantarse.

Editorial de Lineker Magazine nºXV:
http://www.linekermagazine.es/lineker-magazine-no15-el-banquillo-de-principio-fin/

Twitter: @JosePortas


domingo, 3 de noviembre de 2013

Imagine: El sol de Londres



Imagino que un día así es excepción en Londres. El sol no suele ser el principal motivo para sacar a las familias inglesas a la calle. A pesar de no ser novedad, el ambiente hoy parecía diferente; se olía la oportunidad. Los rayos de claridad de la mañana parecían anunciar la tormenta de la tarde; iba a ser dramática o reconfortante. Pero seguro que resultaría extraordinaria. Tengo tanto olfato como instinto para estas cosas. Sabía que hoy iba a pasar algo en Stamford Bridge.

A las siete de la tarde, aún disfrutaba uno de esa sensación tan mediterránea de gozar el frío del calor, de saborear el “fresquito” que el resto de europeos no llega ni a definir en sus diccionarios. A pesar de ello, decidí ponerme manga larga por resultarme cómoda y por aquello de que no me gusta destacar. Sin embargo, todos tenemos algo que nos hace diferentes, un sello en el juego que jamás debemos perder.

La vida y el destino hacen que, a veces, no recuerde esta premisa sobre el campo. Son muchos los condicionantes en el césped. Un mal día con tu familia, una pelota demasiado juguetona, un rival en racha…sin embargo, las sensaciones de hoy eran buenas. Apenas había tocado un par de balones y me veía rápido. Hacía mucho tiempo que no respiraba tan bien sobre el verde. Me sentía muy animal, llegaba al espacio antes de lo normal y mis zancadas de los primeros minutos llegaron incluso a impresionarme. A pesar de ello, me resistía a lanzarme a la euforia; preferí continuar con el plan del jefe, el de correr por cumplir aunque sin disfrutar. Seguía oliendo la chance.

Hasta que se presentó el momento. Sin avisar, como en los buenos tiempos. Y sin sufrir como en los malos. De repente, como si el sol siguiera brillando, mi regate, animado, se convirtió en una chispa incontrolable para la defensa. Mi velocidad punta pareció redoblarse ante el esfuerzo contrario. Y mi control…mi control me dio la mayor alegría del día. El balón parecía cosido a mi bota como el sudor a la piel hace pocos veranos. Sólo entonces, sólo con esa sensación tan maravillosa, me sentí superior. La primera gran carrera supuso el golpe inicial al contrario, no llevó mi nombre pero sí mi huella. El instinto me seguía dejando llamadas sin tono, aquellas que producen más ansia de respuesta.

Minuto 90. La confianza me llevó a presionar hasta la extenuación. La presión es esa carrera, más azarosa que científica, que muchos piensan que premia al esforzado. Lo cierto es que la suerte no existe; por lo general, la lotería de la presión le toca al que más juega, al más veloz. Recordándome noches gloriosas de junios pasados, evocándome sensaciones, ya casi inéditas, en aquel lado rojo de la vida, me abandoné a la carrera más esplendida. Y marqué. O el azar me marcó, si quieren verlo así. La tormenta había dictado sentencia. La victoria de nuestro lado y el orgullo en mi interior.

Horas después, me relajo al aire libre en una ciudad cuya respiración te acoge aún de madrugada. Algunos piensan que lo de hoy es consecuencia del trabajo, de la constancia y de la suerte. Que el tipo del banquillo, de vocación extirpador de depresiones de club, se ha propuesto (y ha conseguido) sacarme de la mía. Y que de aquí a final de temporada tendré alguna que otra tarde como esta. No se engañen.

Yo no pretendo destacar, pero soy diferente. Yo voy a hacer de lo extraordinario la normalidad. Porque hasta hace no mucho, así lo era. Porque esa es mi identidad. Yo soy el sol de Londres.


Artículo extraído del nºXIV de Lineker Magazine:


@joseportas


sábado, 2 de noviembre de 2013

El peor personaje de la historia





Cuentan la anécdota en los sumideros de la prensa española. En un momento relajado de la guerra de tensiones que supuso la estancia de José Mourinho en Madrid, el entrenador mantuvo un encuentro cordial con buena parte de la directiva madridista. En un instante determinado, uno de los grandes mandos del club le preguntó por qué no mostraba ante la opinión pública su cara más agradable, su perfil de Abel. El portugués resopló y respondió: “Porque ahí fuera, en este mundo del fútbol, son todos unos hijos de puta”. Situaciones y realidades aparte, la contundencia de la idea queda fuera de toda duda.

Tendemos a idealizar actitudes, a dibujar personajes en este cuadro que es el fútbol, que admite tantísimas tonalidades y que regala el entendimiento del juego sin contrastarlo en exámenes ni pedir nada a cambio. En cada club, la historia es diferente. Y aunque exista una muchedumbre de guiones por el mundo de este peculiar deporte, los caracteres se acaban repitiendo cuan ojos de malvado de película de Disney. Busquen un equipo de fútbol, revisen la alineación sobre el campo, lleguen al banquillo y escalen sin esfuerzo hasta el palco. Encontrarán un chulo, un corrupto, un chico de la casa (por lo general, de gesto inocente), un extranjero -que ya es de la casa-, un foráneo (al que llamamos así porque si fuera de la casa, sería ya un extranjero), un vividor, un profesional, un simpático, un inconstante, un cabraloca, un panadero –con ninguna pinta de futbolista-…ahora bien, ¿alguno de los que han recordado era el entrenador del equipo?

Siempre se remarca lo difícil que es ser entrenador de élite. No lo suficiente. No existe personalidad capaz de contentar a público desfogado, jugadores vedettes, directiva de corte inglés, presidente vanidoso y cuerpo técnico valiente sin sufrir una úlcera letal. Si además de todo eso, logra resultados, caerá derrocado por el aura de envidia y la etiqueta de inhumano que le generarán a su alrededor. “Demasiado bueno para ser verdad. Será un cabrón. O un obseso sin vida personal. O las dos cosas. Hay que alejarlo”. Imagínense en el banquillo de uno de los grandes de Europa y piensen en la actitud que tomarían, en el personaje que elegirían ser.

Un entrenador es, por definición, un tipo que renuncia a cosas. Muchos abandonaron, bien o mal, el césped y saben que seguramente allí quedó su mayor gloria; los de este estilo buscan más un compañero por lo que les queda de vida profesional que un amante que les aporte nuevas sensaciones. Además, el míster no puede permitirse el sentimiento y el desmán, el forofismo que suele sufrir a escasos metros de su banquillo. No es una regla que se cumpla siempre –de hecho, en la sala de prensa casi nunca-, pero a la hora de tomar decisiones es cuando deben olvidar sus simpatías. Sin querer ser presidentes, acaban renunciando a gastar más dinero en fichajes en pos de la salud del club, las cuotas de los socios y la gira veraniega por Dubai.

Hablamos pues de un tipo sacrificado que renuncia a los mejores papeles del estreno para ser el punching ball de la crítica. Ordena a un jugador lo que él querría hacer mientras recibe las almohadillas del aficionado que grita lo que a él le gustaría gritar y se prepara para firmar el finiquito del presidente al que le gustaría aniquilar. En el próximo número de LINEKER MAGAZINE podrán leer un artículo sobre los honorarios de varios de los entrenadores más conocidos del planeta. En este contexto futbolístico y económico de locura permanente, podríamos tender a pensar que ellos, los más cuerdos, merecen también su parte del pastel.


Editorial de Lineker Magazine nºXIV:
http://www.linekermagazine.es/lineker-magazine-no14/


@joseportas


jueves, 24 de octubre de 2013

Dinero y resultados



Vivimos en la época de la comunicación global, de la desaparición de la intimidad y de la interdisciplinaridad. La masificación tecnológica nos ha permitido juntar las líneas, en este caso fuera del campo. Un aficionado cualquiera puede chatear con un supporter de otro país para desacreditar a tal entrenador o a aquel jugador y todo ello sin sospechar ni lejanamente que sus datos personales pueden estar siendo pirateados gracias a lo ancha, profunda, enrevesada y liberadora que resulta la red. Éste es el fútbol moderno, que se debate sobre los nuevos bares de bits y con la eterna incomprensión humana como fondo de pantalla. Dejen la empatía fuera y entren.

Dicen que el dinero no da la felicidad. De acuerdo, puede transportarla a medio palmo del afortunado. El matiz está en la palabra garantía. En términos futbolísticos…¿el poder económico garantiza el triunfo absoluto, el objetivo? El aficionado tiene derecho a exigir cuando encima de la mesa de fichajes se plantan cifras de cientos de millones de euros. Ante la pasión de los colores, poca explicación coherente se puede encontrar. El instinto deja los exámenes en blanco. Tampoco hay que equivocarse. La afición no es soberana ni tiene siempre razón. Pero su naturaleza y su derecho es precisamente ese mismo, el de pedir a cambio de dar. El de animar por ser excitado. El de impulsar por padecer alegría a gusto del consumidor.

En el campo, cada jugador cumple un trabajo. Fuera del mismo, debería suceder igual. Hoy en día, el aficionado anima, opina, jalea, insulta, informa y hasta compra clubes. ¿Y la prensa? Podríamos hacer un copy&paste de los verbos anteriores sin prácticamente ninguna deserción, así que algo falla. El componente emocional del fútbol tiene algo que nos lleva a pisar todos los charcos, a jugar al cartero que hace pan, al panadero que aprueba leyes o al alcalde que escribe noticias. Y si estamos hablando de pasión, emoción – humanidad, en resumen- , ¿qué carajo pinta el dinero en todo esto? El día que el dinero se eche el fútbol al bolsillo, estaremos acabados.

Mesut Özil, uno de los futbolistas con más talento del mundo, ha fichado por el Arsenal este verano y jugará en la Premier quién sabe cuánto tiempo. El alemán era el chocolate más prohibitivo del Real Madrid; quizá el único futbolista blanco por el que el Bernabéu entero hubiera pagado una entrada. Se ha marchado por una millonada, la cifra no importa. En este mundo de ideales aplastados, cierto sector de la prensa le ha acusado de rendimiento inconstante y de vida excesiva – y nunca mejor dicho, con alevosía y nocturnidad- . Como si el genio futbolístico apareciera siempre al frotar la lámpara. Se detecta inquina y rencor infantil en algunas críticas. Huele mal la falta de humanidad en los análisis de los supuestos expertos, bien experimentados, eso sí, en servilismos al poder y, por ende, al poderoso caballero.

Özil será un inconstante como lo es la vida. La mía y la de ustedes. Con sus valles y vaivenes pero siempre presa de los sentimientos que padecemos y provocamos. No dejen que el dinero allane su mente ni que la verde serpiente encantadora les convenza de que todo tiene un precio. Somos humanos y la única garantía de nuestra condición es que nos iremos tal y como vinimos. En un instante y sin una etiqueta colgando. Hay dinero para pagar las setenta y dos asistencias en tres años del irregular alemán. Pero no lo habrá para comprar dentro de unos años un pedacito de memoria de cada aficionado del Emirates que le verá jugar. Bienvenido, Mesut.


Editorial de Lineker Magazine XIII:



sábado, 5 de octubre de 2013

Imagine: El chino





Imagino un hombre algo niño. Mejor dicho, un niño que se atascó en el proceso de maduración. Hay individuos que dan la sensación de quedar para siempre cubiertos por la protección materna, simplemente por su aspecto. Despiertan ternura y le crecen las madres por el mundo entero. Y como madre no hay más que una, los aburridos que cumplimos la regla sentimos envidia de esos suertudos, edipos de todo hombre, más pródigos que hijos y que van robando el amor que debería repartirse equitativamente entre todos los mediocentros mundiales nacidos con gesto de gárgola. Pero cuando eres niño no razonas, te limitas a odiar lo que las vísceras te señalan y a engullir lo que toca en el comedor. Aún sin reflexión, ya notabas en el patio del colegio que él era diferente. Por física, por química y por estática. Y es que el chico no paraba.

Unos ojos (casi) orientales en las escuelas de los ochenta eran lo más exótico que habíamos visto muchos hasta que nos llevaron a la gran ciudad. Y descubríamos el metro y lo que entendíamos peligro entre pieles oscuras y personas muy grandes, de hombros continentales, yo diría. Esa estrechez de miras, la física y real, dio lugar al que posiblemente fue el mote de la década. Antes de que los aparatos de dientes fueran brackets, antes de que las gafas de pasta fueran tendencia en lugar de tortura, todos los barrios tenían un chino. O txino (entenderán que jamás tuvimos que escribirlo). Y el chino, yo creo que por genética, tenía el pelo más compacto e indespeinable del patio. Corría y corría e incluso en los días más ventosos del otoño, al chino no se le movía ni un pelo de la cabellera. Y es que eso era lo que hacía constantemente; correr, correr y correr. Lo malo para el resto es que lo hacía con la pelota entre los pies. Empañando el típico tópico, la llevaba pegada, cosida con ese maldito cariño que nos había robado de un modo ilegítimo.

Seamos incorrectos y dejemos justificar la envidia entre niños. Los pequeñitos más humanos no soportaban que el chino pareciera desaparecido en el partido y, de repente, se presentara como un rayo sin el preaviso del trueno. Era una sombra perfecta. Y eso, por entonces, “no valía”. Se mostraba con la fuerza que su delgadez escondía, con un gesto que denotaba esfuerzo pero nunca límites. Nosotros pensábamos que era porque los chinos corrían más. Y punto. Él partía con ventaja. Respecto a los regates con que nos humillaba o los disparos con que decidía los partidos, no teníamos nada que decir. Así que le insultábamos. Cuando comenzaba a llover el Puto chino por el patio, se acababa el partido porque se acababa la fantasía.

Con el tiempo, algunos nos fuimos retirando y asistíamos al partidillo casi mortificados, sentados y apoyados sobre la pared; de repente, aquella fantasía infantil se convirtió en el sueño de ser adulto. Correr detrás de un balón había perdido su encanto, correr detrás del chino era directamente de gilipollas. No hacía falta ser Monchi para darse cuenta de que había evolucionado muchísimo. Disparaba mejor, corría más rápido y no te dejaba ni oler el balón. El cabrón seguía a lo suyo, jugando como dios y hurtando besos y miradas entre los muros de aquella cárcel de lápices. Creo que queríamos crecer para justificar nuestro odio hacia el chino, para razonar que la perfección no mola. Pero, en el fondo, no queríamos su regate ni su peculiaridad física. Lo que envidiábamos era que sabía pisar el freno de su máquina del tiempo. Se sentía como un niño, mientras que nosotros, adultos fumadores de voz flácida, le analizábamos alicaídos. Nunca asumimos que lo mejor hubiera sido devolverle las paredes. Pero nadie quería renunciar a ese oscuro placer maduro que es el odio. Y es que, en la Arguineguín de los ochenta, odiar era compartir.


Twitter: @joseportas

Artículo extraído del nºXIII de Lineker Magazine:


jueves, 12 de septiembre de 2013

Imagine: Los focos sobre Mourinho




Había imaginado ese momento durante muchos años. Sin embargo, no había preparado nada, siguiendo un modelo contrario a su comportamiento habitual, el de no dejar nada descubierto, como posible presa del azar. Pensó que aquella tarde controlaría las circunstancias. Llegado el instante, dio unos cuantos pasos y se plantó firmemente sobre el césped. El entrenador contrario no había salido aún, así que aún no podía acercarse a saludar al banquillo rival. Resopló ligeramente y, con el ceño fruncido, subió la mirada como quien ajusta las luces de su coche. Paró el movimiento en los focos de Stamford Bridge. La repetición no hace la memoria, así que se tomó su tiempo. Varios segundos después, se giró e hizo un gesto de complicidad con su banquillo, compartiendo ese guiño pícaro y ese salto de ojos tan irónico como característico. En ese momento, las sonrisas surgieron en una de las bandas azules de Londres. “Ya estamos aquí”, parecían decir. Fuera o no nerviosismo, la escena daba para portada propia. Más allá de la fotografía, él quiso buscar en su interior y volvió a fijar su mirada en los focos. Se abstrajo y decidió esforzarse para recordar.

Comenzó a resonar en sus oídos el apoyo unánime de un estadio entero. La lluvia de Londres sobre su chaquetón en los gloriosos miércoles de Champions. Se acordó del idilio que estableció con su corbata, más amante que esposa, de las carreras atravesando las áreas técnicas de toda Inglaterra, del amor en los banquillos y del odio en las ruedas de prensa. Rememoró los regalos en forma de resultados que el fútbol le hacía por entonces; la realidad del comienzo de siglo era suya. La verdad competitiva era su amiga mientras que él se había convertido en el enemigo de mirada Disney que otros clásicos necesitaban. Trabajadores y estrellas del fútbol, por lo general de color rojo, fuera por la indumentaria de sus equipos o por la sangre que él les provocó durante varias temporadas. Y recordó también al holandés en la banda izquierda y al irlandés en la derecha. A Didier resolviendo y a Frank templando. Imaginó con media sonrisa el palco. Aquel palco. De repente, giró la cabeza y visualizó el banco dorado de aquel día, no muy diferente del que se alojaba en su recuerdo.


Y entonces, se acabó el abrazo a la nostalgia. Un tipo tan preparado como él, había estado demasiado tiempo sin controlar el futuro, sin sujetar el presente. Lo consideró su regalo de inauguración y comenzó a mirar hacia delante. Se volvió de nuevo al banquillo y, no sin cierto alivio, encontró cercanía y apoyo, le pareció su mejor amigo, la habitación más acogedora del hogar de sus padres. Pensó que su nombre no entendía de indiferencia, ni su presencia de imposibles. El costamarfileño por el español, el brasileño polivalente, el hambre de los jóvenes, la ayuda de las vacas sagradas…todo eran motivos para el optimismo. Así que volvió a enfrentarse al césped del coliseo y, con la mirada levantada, se sintió querido. Había vuelto, estaba en casa. Los focos, testigos sin secretos, le alumbraban a él. ÉL era el protagonista. Como la afición y él mismo deseaban. Como si nada hubiera cambiado.

Artículo extraído del nº12 de Lineker Magazine:

@Joseportas

miércoles, 4 de septiembre de 2013

La memoria del fútbol


El fútbol sin tópicos no sería lo mismo. Más difícil de explicar, de ingerir. Y aún más propicio para discutir. Son como esos huesos muy mordidos, esos principios y finales, aquellas conclusiones que se extienden sobre la mesa sin paliativos y con el objetivo de callar a los comensales. Uno de esos clichés de taberna, y especialmente de vestuario, establece que el fútbol no tiene memoria. Y a aquellos que nos gusta escribir la prehistoria y reescribir la historia nos jode, nos machaca el inventario de razones con verdadera autoridad y, lo que es peor, con la veracidad como arma. Pocos se atreven a rebatir el mandamiento estrella del deporte del Mikasa. Pero siempre quedamos unos cuantos irreductibles, y no necesariamente en una pequeña aldea gala.

Decir que el fútbol no tiene memoria es suponer que la vida no da segundas oportunidades. Intelectualizamos un juego que se define por meter o no una pelota en un arco, moldeado por mil matices pero con una sola variable en el resultado: dentro o fuera. El fútbol recuerda, efectivamente, si la metiste o no. Y en base a eso, reparte revanchas como exámenes en junio o septiembre.

No me cabe la menor duda de que el fútbol se acordará del Manchester City cuando algún justiciero tenga que marcarle un gol de asombrosa chilena al United. Podréis comprobar en este número como el deporte rey se acordó de un exiliado de guerra para devolverle una vida  plena en terreno enemigo. También ha regalado un talento rebosante a los nuevos hijos de Bélgica, en un intento de devolver a la élite a una selección puntera en los ochenta que ha vagado desde entonces por un desierto de mediocridad. Incluso el deporte rey se pregunta quién fue el original y quién el karaoke en la pareja formada por McGrath y Gascoigne.

En LINEKER MAGAZINE llevamos más de un año intentando evitar que el efecto Delorean del fútbol nos rebañe las ideas. Relatamos un pasado sin predecir ningún futuro, más guiados por el alma del trovador melancólico que por las prisas del corresponsal de guerra. Durante doce meses y con la colaboración imprescindible de más de cincuenta personas, hemos intentado crear una memoria colectiva que sirva de bien común. Estaríamos muy orgullosos de mostrar una biblioteca de debate que provocara sonrisas, lágrimas, derramamientos de cerveza…e incluso gestos de desaprobación. También el teclado ofrece siempre revancha.

Que nadie os engañe. El fútbol y todos nosotros tenemos memoria. Gracias por el pedacito de pensamiento con el que habéis colaborado. Con él, habéis dado forma al primer año de este proyecto. Y es que no olvidar es importante, pero lo más valioso es recordar.


Editorial de Lineker Magazine XII:


martes, 3 de septiembre de 2013

Más que un futbolista



Se crió en la calle y creció adoctrinado por el terror nazi. Sirvió a su país persiguiendo refugiados y acabó como prisionero de guerra. Supo reconvertir su vida, se dedicó al fútbol y convirtió un bando enemigo en un hogar. Tras múltiples gestas y cientos de reconocimientos, ha muerto como un símbolo de vida, paz y concordia. Esta es la historia de Bert Trautmann.


No muchos futbolistas logran conservar la capa de trascendencia con la que se les rodea mientras pisan el césped. La historia que figura en los libros, la de fuera de los estadios, les despoja de su nombre, etiquetándoles en la estantería de Épica deportiva, una categoría de cierto aire superficial pero no muy falta de razón. Sin embargo, no siempre es así. Algunos hombres deciden convertirse a la fuerza en personajes de ficción, atraídos por los retos que han superado y animados por la determinación y el carácter que pueden demostrar. Estos héroes clásicos se agarran fuertemente a su leyenda y la impregnan de interés y de justicia retrospectiva, como el polvo se acumula en las enciclopedias del salón familiar. Las grandes biografías se tiñen con el color de la superación; Edmund Hillary dijo que “no conquistamos montañas, sino a nosotros mismos”. Como si siguiera la reflexión del explorador neozelandés, Bernard Carl Trautmann ha vivido durante ochenta y nueve años conociéndose a sí mismo y escrutando los caminos que el destino le ha ofrecido. Y, lo que es más importante, sabiéndose capaz de elegir.

Trautmann fue mucho más que un futbolista. Asusta la diversidad de situaciones a las que se tuvo que enfrentar. Soldado y prisionero durante el mismo conflicto. Odiado y querido en las dos naciones con más presencia bélica del siglo XX. Criado y educado en Alemania, maduró en zona de guerra y encontró trabajo, esposa y nombre nuevos en Inglaterra (allí le rebautizaron como Bert). Dentro del césped, pasó del centro del campo a la portería, de sufrir los silbidos de miles de judíos a recibir la admiración de un estadio entero. Una vez retirado, se colgó la etiqueta de viajero del fútbol al entrenar a diferentes naciones africanas hasta que a finales de los ochenta decidió quedarse a descansar en un pequeño pueblo de Castellón.

El sinfín de cuentos de Bernard Trautmann comenzó a finales de los años veinte, cuando los ecos de la crisis económica resonaban fuertemente en su núcleo familiar. Un joven atlético y en plena búsqueda de personalidad se veía obligado a pedir en la calle e ir de comedor en comedor comunitario en Gröpelingen, a las afueras de Bremen. Su padre sobrevivía con un trabajo precario en el puerto mientras que su madre cuidaba de Karl, su hermano pequeño. Siendo adolescente, Bernard optó por la vía militar y se alistó en la Luftwaffe (fuerza aérea alemana en la época nazi). “Te alistas en honor de tus padres, para defender su tierra. No para matar gente”.

Quiso entrar como intérprete de morse, pero finalmente fue destinado como paracaidista en la II Guerra Mundial. Durante el tiempo que pasó en el frente de Polonia, vivió un servicio relativamente tranquilo y con mucho tiempo libre para practicar deporte. Sin embargo, protagonizó un incidente que terminó con los brazos de un sargento quemados y con Trautmann encerrado en el calabozo durante tres meses. La primera parte de su cautiverio la pasó en el hospital militar debido a una apendicitis aguda.

Paracaidista, suboficial y sargento alemán, acabó huyendo
de todo rastro de guerra, incluido su propio ejercito

En 1941 fue trasladado a la franja este de combate; en Ucrania se encontraría con sus primeras semanas en el frente donde comprobaría la dureza real de vivir una guerra. Los rusos le capturaron pero pudo escapar. Tras ser nombrado suboficial y ganar la Cruz de Hierro del ejército alemán, fue destinado a Francia. Una vez allí, participó en el sufrimiento alemán por los bombardeos en Kleve (1944), aunque fue uno de los pocos supervivientes. Se quedó solo y decidió emprender su marcha sin rumbo fijo, intentando escapar de los aliados y de los propios alemanes, que le fusilarían al considerarle un desertor. Sin embargo, dos soldados estadounidenses le encontraron en un granero; Trautmann escapó saltando una valla pero al otro lado le esperaba un sargento inglés, encañonándole mientras le expendía irónicamente una invitación a una taza de té.

Tras pasar varios meses en un campo de prisioneros en Ostende bajo diferentes categorías de cautiverio (su condición nazi no le ayudaba), el alemán terminaría en Ashton-in-Makerfield, en Chesire (Inglaterra). Allí comenzaría a jugar de mediocentro en las pachangas que eran comunes entre los prisioneros hasta que un día se lesionó y cambió su posición con el portero. No se movería de los tres palos. Bert (Bernd resultaba difícil de pronunciar para los ingleses) había dado, sin saberlo, uno de los pasos más importantes de su vida.


Una vez libre, Trautmann rechazó una oferta de repatriación. Según contó posteriormente, las mujeres fueron una de las razones por las que permaneció en las islas. Alternó diferentes trabajos, desde las labores de una granja hasta emplearse como conductor o en una empresa de ladrillos. Comenzó a jugar al fútbol amateur y precisamente en su primer club (St. Helen´s Town) conoció a la que sería su mujer, la hija de la secretaria por aquel entonces. La estabilidad le trajo un gran reconocimiento a su nivel futbolístico y una nueva vida profesional. Tras un año en el St. Helen´s, el Manchester City le ofreció su primer contrato.

Bert llegó a Manchester en 1949 con muchas barreras que saltar. Y en este caso, tras el muro no le esperaba ningún sargento inglés, sino los murmullos, la desconfianza e incluso la indignación de miles de aficionados judíos. A pesar del buen recibimiento que le otorgaron públicamente el rabino de la ciudad y el capitán del equipo, las circunstancias hicieron muy incómodo el comienzo de la estancia de Trautmann en Manchester. Pitos, cartas de protesta al club, amagos de boicot…además, al alemán le tocaba reemplazar al símbolo local bajo los palos y antiguo combatiente inglés en la misma guerra que él, Frank Swift, que se retiraba tras más de 500 partidos con el City. Aquella temporada, los citizens descendieron de categoría.

En este vestuario no existe la guerra”, Eric Westwood, 
capitán del Manchester City al recibir 
a Bert Trautmann en su club

Sin embargo, hubo un día a destacar en aquel curso. La primera visita de Trautmann a Londres terminó con los focos de la prensa sobre el portero alemán. El City jugaba en Craven Cottage ante el Fulham. Bert comenzó el partido reprendido por el público, sabedor de las noticias que llegaban de Manchester. Noventa minutos después, tras varias paradas imposibles y una actuación portentosa, los veinte mil aficionados londinenses y los jugadores de ambos equipos despidieron a Trautmann con una ovación cerrada. El Fulham había sido muy superior, pero el marcador reflejaba un pírrico 1-0. El futuro mostraba un poco de luz a Bert.

Los de Manchester subieron de nuevo a la First división y se hicieron un hueco entre los mejores equipos de Inglaterra. En 1955 perderían la final de la FA Cup ante el Newcastle. Pero el gran día de Bert Trautmann se retardaría una temporada más, de nuevo esa misma final pero ante el Birmingham City. En un partido marcado por los nervios, los citizens se imponían 3 a 1 en el marcador cuando en el minuto setenta y tres se produjo una importante incidencia.



Trautmann salió a tapar un balón del extremo izquierdo del Birmingham, Peter Murphy, con tan mala suerte que la rodilla derecha de Murphy impactó en el cuello del alemán. El golpe fue terrible. Bert resultó fuertemente mareado, aturdido y muy dolorido. Por entonces, no se permitían los cambios, así que aguantó hasta el final del partido sin poder ni siquiera girar el cuello. En esos diecisiete minutos restantes, el alemán realizó varias paradas de mérito que engrandecieron su leyenda, además de sufrir otro choque con un compañero de equipo y tener que ser reanimado para continuar jugando. Tras el partido confesó que aquello fue como “jugar con niebla, no veía el balón”. Trautmann estrenó su palmarés y celebró el banquete nocturno en el desconocimiento de lo que sabría días después. Tenía el cuello roto, se había dislocado cinco vértebras de la columna, rompiéndose la segunda y salvando su vida por escasos milímetros. La lesión requirió de muchos meses de recuperación y no le dejó volver al grandísimo nivel que había mostrado hasta entonces. Además, poco tiempo después de la final, Trautmann perdió a su hijo John, de cinco años, en un accidente de coche. Esta trágica circunstancia acabaría desembocando en el divorcio con su mujer.

Un simple bache en el autobús 
de camino al banquete de celebración
podía haber terminado con la vida de Trautmann

Los años venideros, Bert asistió entre premios y reconocimientos a su declive futbolístico. Fue el primer extranjero en recibir el premio al mejor futbolista del año. Su Manchester City fue reduciendo su rendimiento hasta descender de categoría en 1963. Un año después, Trautmann dejó el City con un emotivo partido homenaje contra el United con Charlton, Law y Best presentes. Tras un paso testimonial por Wellington y Hereford (dos partidos y fue expulsado por mala conducta), el alemán decidió iniciar su carrera en los banquillos. Stockport County fue su primera parada hasta que, en 1967, volvió a Alemania, al PreuBen Münster. En los setenta trabajaría para la federación alemana en países pobres sin infraestructuras futbolísticas (Tanzania, Yemen, Liberia, etc.) llegando a ser el entrenador de Burma. Su periplo terminó con su retiro profesional en 1988, cuando se asentó en España.




En una coqueta casa en la playa de Almenara (Castellón), Bert Trautmann vivió los últimos años de su vida junto a su tercera esposa. Desde allí, pudo trabajar en la Fundación Trautmann para mejorar las relaciones entre Inglaterra y Alemania a través del fútbol, llegando a recibir por ello la OBE del Imperio Británico. Él siempre estuvo muy agradecido a los ingleses, por acogerle y ver en él un ser humano antes que un prisionero de guerra, reconociendo sentirse “en casa” cada vez que volvía a Gran Bretaña. Sin embargo, conservaba ese tópico orgullo alemán cuando recordaba, en sus últimas entrevistas a El País y Panenka, las 27.000 personas que fueron a ver su debut en el filial del Manchester City. “He seguido viendo los partidos del City. Es mi equipo”.

La tranquilidad de la zona, la compañía de amigos alemanes (jamás aprendió español) y el buen clima le ayudaron a tomar la decisión de quedarse en España. Se hizo propietario de un viñedo y se dedicó a ver fútbol, dar paseos en bici –aún con dolor de su lesión- y disfrutar de sus recuerdos. Como aquel concierto de la Filarmónica de Berlín en el que se encontró con la Reina de Inglaterra y ella le preguntó por su cuello. O como aquellas palabras en las que Lev Yashin le equiparaba a él mismo.


El pasado 19 de julio, Bert Trautmann falleció en su casa de Almenara a la edad de ochenta y nueve años. En los últimos meses ya había padecido dos infartos, tras los cuales había insistido en continuar con su rutina diaria. Y lo había hecho sin mirar atrás, al igual que escapó de los dos bandos enfrentados en una guerra mundial. Y lo había hecho sin complejos, como cuando se presentó bajo silbidos e insultos en el césped de Maine Road para comenzar una nueva vida. Murió Trautmann entre condecoraciones y satisfacción personal a pesar de haber recibido los peores golpes que uno puede sufrir en vida. Y murió sin darnos la receta de cómo desterrar el odio y convertirlo en orgullo y paz. Quizás la respuesta se la dio la portería. Quizás siempre hay que mirar hacia adelante.











Artículo extraído del nº12 de Lineker Magazine:



martes, 20 de agosto de 2013

Buscando la llave




Tuerzo ligeramente el gesto al pensar en el dilema. De acuerdo en que estamos en la Premier League, aquel lugar donde el fútbol llega al fondo y no se queda en la forma. Aquel verde, en césped dentro y fuera del terreno de juego, donde el fin no suele justificar los medios. Aquel intenso y precioso microcosmos donde asimilan que todo lo que comienza, tiene por definición una terminación. Football is life. Nadie es eterno y siempre hay un sucesor. Más que una historia, es la saga de nunca acabar. Ahora bien, pasemos de la melancolía al pesimismo

Si obviamos la tranquilidad y mesura habituales en Inglaterra respecto a la naturaleza de los proyectos y sus objetivos, podríamos pensar en el enorme vacío que hay al otro lado de la ventana por la que miraba Alex Ferguson. Y es que un habitual de Old Trafford puede creer, con todo fundamento, que si resultará complicado cubrir el hueco del escocés como guiñol mediático de la competición, podría ser trabajo imposible de pintores y delineantes futbolísticos dibujar y colorear un nuevo United tras el agujero negro que deja Ferguson. Veintiséis años de minería de sabiduría.

¿Quién manda ahora?, ¿quién ficha? ¿Presionará Moyes al cuarto árbitro como hacia el Sir? Sin ánimo de infravalorar, ¿manejará adecuadamente los tiempos en el trato de la plantilla que mejor mezcla aceite y agua? Lo importante no es saber que Ferguson mandaba (y mucho), lo cual es de orden público. Se me antoja que la clave estará en conocer dónde y cómo lo hacía; resolver el modo en que un señor visceral y aparentemente inexorable era capaz de tocar el acordeón diablo, a veces más y a veces menos virtuoso, pero casi siempre infalible en sus notas. No tendrá más remedio Moyes que acelerar el estudio del hábitat. Las relaciones con todos los niveles de empleados, los ritmos del club, los protocolos acorde al puesto que ostentará. Mientras lo haga, con muchos tictac de reloj y sin darse cuenta, quizá encuentre -sin buscar- la clave que le acerque al triunfo absoluto, aquella vieja lámpara con la que iluminar el rumbo del barco.

Lo complicado para Moyes es que la llave que abre todas las puertas es la misma que cierra el laberinto. Se preguntará el bueno de David cómo mostrar un nuevo y brillante trazado copiando las formas del anterior, grabado además a fuego en la mente del aficionado mundial. Un tipo con pinta de buen muchacho y de muchacho bien, de alumno avanzado, de padre enrollado y cuñado consejero (de los de verdad, escasos) seguramente sabrá dar los pasos en la dirección correcta y con la fuerza adecuada, aunque es más fácil admirar la sombra del Sir que escapar de ella. El peso del tiempo y de la gloria alcanzada por Alex Ferguson recaerá en la espalda de Moyes, guste o no. 

Lo que no sabemos es si le causará dolor. Al fin y al cabo, es simplemente un entrenador. Un hombre que manda correr, reparte petos y goza de una profesión en la que el mayor triunfo es la ausencia de fracasos. Un tipo generalmente odiado y, a veces, respetado cuya misión consiste en ir saltando de apoyo en apoyo para no caer ahogado entre insultos y presiones, como hacían aquellos supervitaminados orientales en cierto programa televisivo de los noventa. Como ha hecho Sir Alex Ferguson. Recuerdo los noventa. Vuelvo a torcer el gesto. Suerte, David.

@joseportas

Artículo extraído del suplemento especial sobre Sir Alex Ferguson de Lineker Magazine:


viernes, 26 de julio de 2013

Hablar sobre el silencio


El silencio es un amigo. Es ese fiel compañero al que se le recuerdan cagadas inoportunas, pero que resulta difícilmente perturbable. Siempre ofrece lo mejor de sí mismo para darle a uno la tranquilidad necesaria, el reposo adecuado, como una máscara que todos necesitaríamos para dormir durante un día eterno. El silencio es un favor que no solemos agradecer.

Nos acostumbramos a definir reacciones, a sobreactuarlas o, de un modo casi obsceno, a etiquetarlas. Y todo ello en la celebración pública del ruido, en la tozudez mediterránea de la expresión, lo que muchos definen como "la alegría de la vida". Hablo de gritos, de llantos solidarios, de acusaciones y de respuestas kleenex purgadas entre toneladas de decibelios en terrazas anónimas y virtuales.

Sin querer parecer intolerante ni cambiar la realidad cultural que nos rodea, servidor se pregunta lo qué pasaría si estudiáramos el silencio. Si fuéramos capaces de compartirlo, de entendernos sin palabras, en ese terreno áspero y baldío donde los españoles nos movemos como hipopótamos en el desierto, donde cualquier inocuo monosílabo es una gota de agua bendita. No sería competencia, sino aditivo. 

Podría ser un silencio diario o uno circunstancial, uno personal o eventual. Podríamos hablar sobre el silencio, como quien amuebla una casa sin perder los cimientos. Estaría bien pasar de considerarnos buitres territoriales, aislados en roquedos y rodeados de nuestra individualidad, a vernos como gaviotas sobrevolando el mar, como compañeros de viaje de la película más real.

Invita a pensar sobre ello. Y a hacerlo en silencio, lo que es una gran compañía. Es agradecido, como la brisa que refresca un funeral en julio. Y es necesario, un repostaje de sensaciones que resulta fundamental aquellos días en los que la vida escupe hacia arriba. Creo en el silencio como el mejor apretón de manos, como el contrato más legal o como la ayuda más efectiva. Incluso como placebo de las palabras que sobran (que en ciertas situaciones, son todas).

Resulta paradójico reivindicar un silencio aporreando groseramente un teclado. Pero como dije al principio, el silencio es un amigo, no me lo echará en cara. Recomiendo tratar con él.


Y es que podéis creerme. En ocasiones, lo mejor es callarse.


lunes, 8 de julio de 2013

Imagine: Salto de fe



Imagino que se lo explicaron en algún momento de su vida. La educación, el respeto, el trabajo y la actitud adecuada. Conceptos utilizados para construir un edificio pero generalmente insuficientes para amueblarlo. La proteína del hombre no asegura el triunfo. Lo que antiguamente se conocían como valores se ha extinguido con el paso de los años, engullidos por la falta de barreras, la educación sin tiempo y la información sin comunicación. Lo que se conoce como los efectos menos beneficiosos de la democracia menos hiriente. Tantos “menos” y “sin” no pueden ser buenos.

A pesar de presentarse aquella noche con el aval de su ideario perfectamente claro, le iba a costar al míster contener sus instintos y no envenenarse a sí mismo. Era uno de esos momentos en los que todos nos preguntamos el motivo de que nos sucedan ciertas desgracias, el porqué de padecer decisiones discutibles y giros caprichosos de suerte. Hay gente que piensa que el azar es duro con aquellos que pecan de buenos. De silenciosos o de complacientes, incluso de tibios. En el fútbol también pasa. Los mártires se crean solos.

El entrenador caminaba parcialmente deshecho por el túnel de vestuarios. Se intuía cierta endeblez en su movimiento, un desaire a su formalidad y a la injusticia que, en opinión de la afición, había sufrido su equipo. Retenía sus impulsos, escondía sus puños, mostraba su sonrisa de un modo constante y nervioso, como quien acaba de subir por primera vez a la montaña rusa más peligrosa.

Apoyó su cuerpo en el pasillo antes de hacer acto de presencia en la rueda de prensa. Daba la sensación de que el cuerpo respiraba porque su dueño le dejaba, forzado e insurrecto a dejarse llevar por la maquinaria. Decenas de piernas recorrían sin parar aquel doloroso pasillo como un torrente sanguíneo alterado. Pero, para el entrenador, el tiempo se había detenido. Buscaba respuestas pero no tenía claro qué preguntas formular, así que se dio un minuto para pensar en sí mismo. Para recordar su carrera y preguntarse el porqué de sus cimientos. Intentó recordar por qué había antepuesto siempre la palabra al grito, por qué prefería esconderse tras el humo de las bombas ajenas a lanzar las suyas propias.

En esos segundos, concluyó el entrenador que lo suyo era un cuento de hadas entre redes, una especie de utopía clásica que sobrevive en la sociedad de las conspiraciones por whatsapp. Le pareció bonito y digno de mención. Le pareció tan ingenuo como elegante. La pareció un camino tan precioso que siempre existirían tramposos, vagos y prácticos que le pondrían barreras. Pero para eso estaban los caballeros como él, para saltarlas y abrumar con su fe. Replanteándose si había elegido la profesión correcta, el míster entró en la sala de prensa, se sentó, aclaró su garganta y ante la primera pregunta respondió:


-     Han sido mejores, no tengo nada que objetar.


Artículo extraído de Lineker Magazine 11:

lunes, 3 de junio de 2013

Imagine: Beckham, el humano





Imagino que no hay cansancio sin esfuerzo, como no existe la riqueza sin la pobreza. La presencia del término medio no se entiende sin el egoísmo de los extremos, reflejos de miserias y de pecados y espejos de la condición humana. La percepción de altitud que tiene un piloto no puede ser la misma que la concebida por alguien que jamás ha volado. Y precisamente de alturas vamos a hablar, con la diferencia de identificar el objeto volador y, ya que estamos, el responsable de elevarlo a la soledad más bella. Aquello ocurrió una tarde de septiembre en el sur de Europa. Lo llamaré “aquello” pecando de simplista, me disculparán. Fue un golpeo, una idea. No fue necesariamente lo mejor que exhibió a lo largo de su carrera, pero con el tiempo se ha convertido en la postal de recuerdos que tengo de este ya exfutbolista.

Se movía siempre como una gacela, ansiando libertad. Y aquella tarde no fue una excepción. Corrían ríos de tinta alimentados por los debates externos sobre la posición más adecuada para realizar su trabajo. Él, ajeno a ello (por desinterés o por causas idiomáticas, vaya usted a saber), iba a mostrar lo que siempre supo hacer mejor que nadie. En pleno ataque y entre trote y trote por la banda, recibió un balón suave del tipo con el que compartía demarcación, sueldo, padrino y -apuesto que- crema de afeitar. En ese preciso momento, comenzó.

En apenas una décima de segundo, la mirada encontró su objetivo. Sin dejar de avanzar, ejecutó el movimiento de golpeo más maravilloso visto en este siglo. La perfección hecha armonía. Más sutil que rápido, más preciso que veloz. Y sin embargo, sucedió en apenas un instante. El 23 mandó el balón a unos cuarenta metros de distancia, con una trayectoria diagonal al rectángulo de juego y con la caída planeada (y ejecutada) en la paralela al punto de penalti, ligeramente escorada al lado izquierdo. Tras menos de dos segundos en el aire, el objeto volador caía “casualmente” a los pies del maestro francés, agradecidos ambos de encontrarse en el lugar y momento adecuados. Lo que pasó después es otra historia dominical de final feliz.

La característica que más destaca en aquellas personas que alcanzan la élite profesional es, sin duda, la naturalidad. A veces nos asombra comprobar la apariencia de normalidad con la que algunos firman tratados de paz, descubren vacunas, actúan en estadios repletos o marcan goles en finales. Bendita llaneza con la que nos damos cuenta de que los detalles completan la vida, la nuestra y la suya. Bendita imaginación con la que me convenzo de que estrellas, como el aquí recordado, hacían del trabajo diario su gasolina; tiraban de orígenes para recordar el sudor, base y componente de su estatus. Luego, durante, y alrededor, vino todo lo demás. Pero abandonen la superficialidad para echar un vistazo al fondo. Aquel que nos dice que en el libro de instrucción de vuelo, el primer capítulo nos ayuda a fijar los pies en el suelo.

Todos somos iguales ante un balón. Pero a la hora de golpearlo, dentro de los superdotados, hay un hombre que ha hecho del proceso la mejor película, de la fotografía la pintura más admirada. Todo muy manual, sumamente artístico, demasiado elegante para emparentarlo con silogismos industriales.

Ya no habrá más carreras del 23. Ha decidido disfrutar de la libertad sin fin, golpear cuando le plazca, vivir de su don sin explotarlo como hasta ahora. De lo más natural, como las lagrimas en el cielo. Imagino que los balones lloran porque no volverán a volar como antes.


Artículo extraído del nºX de Lineker Magazine:

miércoles, 22 de mayo de 2013

Leighton




Leighton fue un niño cortado. Le encantaba el fútbol, era su válvula de escape para esa burbuja que todo chico se crea; sin embargo, su timidez le provocaba problemas para pedir jugar en el recreo y llegó incluso a retardar su entrada en el equipo del colegio. Aún así, acabó cogiendo ese tren. Y es que a Leighton le gusta viajar y, sobre todo, mirar, observar desde su peculiar idea de este deporte. Para él, el fútbol no lo es todo.

Y ahora, Leighton se considera un tipo afortunado. Con su mirada desprendiendo desconfianza, sus pensamientos resultan más afables. Sabe que ha tenido suerte y por eso expresa continuamente su agradecimiento a Sid Benson, el ojeador que le llevó al Wigan, y al propio club y afición latic. Leighton sabe que ahí comenzó el viaje y que los cinco años que pasó en la ciudad norteña le ayudaron a ponerle perspectiva a todo lo que vive hoy en día.

Nació en Liverpool y se siente scouser como pocos. Se toma a risa los problemas de filosofía deportiva que provocó en su hogar al fichar por el Everton. La familia entera de Leighton era aficionada del Liverpool y continúa siéndolo…excepto su padre. John Baines, albañil de profesión, decidió enfundarse la bufanda del Everton en cada partido que juega su hijo. El resto no muestra compasión alguna por el futbolista de la familia. Leighton afirma que “cuando eres de Liverpool, eres de un equipo o de otro. No de ambos. Eliges un equipo y continúas con él hasta el final. Eso es así”.

Como si su melena estacional le hubiera, paradójicamente, abierto los ojos, Leighton tiene como principal hobby la música. Bob Dylan, The Beatles, Pink Floyd o Paul Weller resuenan continuamente en su cabeza y en el blog oficial del Everton en el que escribe. Su mujer confiesa que subir en el coche de Leighton es como viajar en el tiempo. Y es que es de conocimiento público su apariencia de Doctor Who, como si nos mostrara que viene de otro lugar donde las prioridades son otras. Un sitio donde el fútbol es sólo un medio de disfrute y nunca el fin.

Como decíamos al principio, Leighton sabe que no todo es fútbol. Y aunque, en ocasiones, se le ha tachado de poco ambicioso, su mirada aviesa reconoce un horizonte lejano, marcado por cierto carácter juguetón. Munich, Manchester…sea como fuere, Leighton lo afrontará con la naturalidad que le caracteriza, como cuando reconoce que se encerraba en el cuarto de su hermana a escuchar a las Spice Girls. ”Nunca sabes cómo de cerca está el punto en que debes bajarte del tren. En realidad, nadie lo sabe”.