lunes, 3 de junio de 2013

Imagine: Beckham, el humano





Imagino que no hay cansancio sin esfuerzo, como no existe la riqueza sin la pobreza. La presencia del término medio no se entiende sin el egoísmo de los extremos, reflejos de miserias y de pecados y espejos de la condición humana. La percepción de altitud que tiene un piloto no puede ser la misma que la concebida por alguien que jamás ha volado. Y precisamente de alturas vamos a hablar, con la diferencia de identificar el objeto volador y, ya que estamos, el responsable de elevarlo a la soledad más bella. Aquello ocurrió una tarde de septiembre en el sur de Europa. Lo llamaré “aquello” pecando de simplista, me disculparán. Fue un golpeo, una idea. No fue necesariamente lo mejor que exhibió a lo largo de su carrera, pero con el tiempo se ha convertido en la postal de recuerdos que tengo de este ya exfutbolista.

Se movía siempre como una gacela, ansiando libertad. Y aquella tarde no fue una excepción. Corrían ríos de tinta alimentados por los debates externos sobre la posición más adecuada para realizar su trabajo. Él, ajeno a ello (por desinterés o por causas idiomáticas, vaya usted a saber), iba a mostrar lo que siempre supo hacer mejor que nadie. En pleno ataque y entre trote y trote por la banda, recibió un balón suave del tipo con el que compartía demarcación, sueldo, padrino y -apuesto que- crema de afeitar. En ese preciso momento, comenzó.

En apenas una décima de segundo, la mirada encontró su objetivo. Sin dejar de avanzar, ejecutó el movimiento de golpeo más maravilloso visto en este siglo. La perfección hecha armonía. Más sutil que rápido, más preciso que veloz. Y sin embargo, sucedió en apenas un instante. El 23 mandó el balón a unos cuarenta metros de distancia, con una trayectoria diagonal al rectángulo de juego y con la caída planeada (y ejecutada) en la paralela al punto de penalti, ligeramente escorada al lado izquierdo. Tras menos de dos segundos en el aire, el objeto volador caía “casualmente” a los pies del maestro francés, agradecidos ambos de encontrarse en el lugar y momento adecuados. Lo que pasó después es otra historia dominical de final feliz.

La característica que más destaca en aquellas personas que alcanzan la élite profesional es, sin duda, la naturalidad. A veces nos asombra comprobar la apariencia de normalidad con la que algunos firman tratados de paz, descubren vacunas, actúan en estadios repletos o marcan goles en finales. Bendita llaneza con la que nos damos cuenta de que los detalles completan la vida, la nuestra y la suya. Bendita imaginación con la que me convenzo de que estrellas, como el aquí recordado, hacían del trabajo diario su gasolina; tiraban de orígenes para recordar el sudor, base y componente de su estatus. Luego, durante, y alrededor, vino todo lo demás. Pero abandonen la superficialidad para echar un vistazo al fondo. Aquel que nos dice que en el libro de instrucción de vuelo, el primer capítulo nos ayuda a fijar los pies en el suelo.

Todos somos iguales ante un balón. Pero a la hora de golpearlo, dentro de los superdotados, hay un hombre que ha hecho del proceso la mejor película, de la fotografía la pintura más admirada. Todo muy manual, sumamente artístico, demasiado elegante para emparentarlo con silogismos industriales.

Ya no habrá más carreras del 23. Ha decidido disfrutar de la libertad sin fin, golpear cuando le plazca, vivir de su don sin explotarlo como hasta ahora. De lo más natural, como las lagrimas en el cielo. Imagino que los balones lloran porque no volverán a volar como antes.


Artículo extraído del nºX de Lineker Magazine: