jueves, 24 de octubre de 2013

Dinero y resultados



Vivimos en la época de la comunicación global, de la desaparición de la intimidad y de la interdisciplinaridad. La masificación tecnológica nos ha permitido juntar las líneas, en este caso fuera del campo. Un aficionado cualquiera puede chatear con un supporter de otro país para desacreditar a tal entrenador o a aquel jugador y todo ello sin sospechar ni lejanamente que sus datos personales pueden estar siendo pirateados gracias a lo ancha, profunda, enrevesada y liberadora que resulta la red. Éste es el fútbol moderno, que se debate sobre los nuevos bares de bits y con la eterna incomprensión humana como fondo de pantalla. Dejen la empatía fuera y entren.

Dicen que el dinero no da la felicidad. De acuerdo, puede transportarla a medio palmo del afortunado. El matiz está en la palabra garantía. En términos futbolísticos…¿el poder económico garantiza el triunfo absoluto, el objetivo? El aficionado tiene derecho a exigir cuando encima de la mesa de fichajes se plantan cifras de cientos de millones de euros. Ante la pasión de los colores, poca explicación coherente se puede encontrar. El instinto deja los exámenes en blanco. Tampoco hay que equivocarse. La afición no es soberana ni tiene siempre razón. Pero su naturaleza y su derecho es precisamente ese mismo, el de pedir a cambio de dar. El de animar por ser excitado. El de impulsar por padecer alegría a gusto del consumidor.

En el campo, cada jugador cumple un trabajo. Fuera del mismo, debería suceder igual. Hoy en día, el aficionado anima, opina, jalea, insulta, informa y hasta compra clubes. ¿Y la prensa? Podríamos hacer un copy&paste de los verbos anteriores sin prácticamente ninguna deserción, así que algo falla. El componente emocional del fútbol tiene algo que nos lleva a pisar todos los charcos, a jugar al cartero que hace pan, al panadero que aprueba leyes o al alcalde que escribe noticias. Y si estamos hablando de pasión, emoción – humanidad, en resumen- , ¿qué carajo pinta el dinero en todo esto? El día que el dinero se eche el fútbol al bolsillo, estaremos acabados.

Mesut Özil, uno de los futbolistas con más talento del mundo, ha fichado por el Arsenal este verano y jugará en la Premier quién sabe cuánto tiempo. El alemán era el chocolate más prohibitivo del Real Madrid; quizá el único futbolista blanco por el que el Bernabéu entero hubiera pagado una entrada. Se ha marchado por una millonada, la cifra no importa. En este mundo de ideales aplastados, cierto sector de la prensa le ha acusado de rendimiento inconstante y de vida excesiva – y nunca mejor dicho, con alevosía y nocturnidad- . Como si el genio futbolístico apareciera siempre al frotar la lámpara. Se detecta inquina y rencor infantil en algunas críticas. Huele mal la falta de humanidad en los análisis de los supuestos expertos, bien experimentados, eso sí, en servilismos al poder y, por ende, al poderoso caballero.

Özil será un inconstante como lo es la vida. La mía y la de ustedes. Con sus valles y vaivenes pero siempre presa de los sentimientos que padecemos y provocamos. No dejen que el dinero allane su mente ni que la verde serpiente encantadora les convenza de que todo tiene un precio. Somos humanos y la única garantía de nuestra condición es que nos iremos tal y como vinimos. En un instante y sin una etiqueta colgando. Hay dinero para pagar las setenta y dos asistencias en tres años del irregular alemán. Pero no lo habrá para comprar dentro de unos años un pedacito de memoria de cada aficionado del Emirates que le verá jugar. Bienvenido, Mesut.


Editorial de Lineker Magazine XIII:



sábado, 5 de octubre de 2013

Imagine: El chino





Imagino un hombre algo niño. Mejor dicho, un niño que se atascó en el proceso de maduración. Hay individuos que dan la sensación de quedar para siempre cubiertos por la protección materna, simplemente por su aspecto. Despiertan ternura y le crecen las madres por el mundo entero. Y como madre no hay más que una, los aburridos que cumplimos la regla sentimos envidia de esos suertudos, edipos de todo hombre, más pródigos que hijos y que van robando el amor que debería repartirse equitativamente entre todos los mediocentros mundiales nacidos con gesto de gárgola. Pero cuando eres niño no razonas, te limitas a odiar lo que las vísceras te señalan y a engullir lo que toca en el comedor. Aún sin reflexión, ya notabas en el patio del colegio que él era diferente. Por física, por química y por estática. Y es que el chico no paraba.

Unos ojos (casi) orientales en las escuelas de los ochenta eran lo más exótico que habíamos visto muchos hasta que nos llevaron a la gran ciudad. Y descubríamos el metro y lo que entendíamos peligro entre pieles oscuras y personas muy grandes, de hombros continentales, yo diría. Esa estrechez de miras, la física y real, dio lugar al que posiblemente fue el mote de la década. Antes de que los aparatos de dientes fueran brackets, antes de que las gafas de pasta fueran tendencia en lugar de tortura, todos los barrios tenían un chino. O txino (entenderán que jamás tuvimos que escribirlo). Y el chino, yo creo que por genética, tenía el pelo más compacto e indespeinable del patio. Corría y corría e incluso en los días más ventosos del otoño, al chino no se le movía ni un pelo de la cabellera. Y es que eso era lo que hacía constantemente; correr, correr y correr. Lo malo para el resto es que lo hacía con la pelota entre los pies. Empañando el típico tópico, la llevaba pegada, cosida con ese maldito cariño que nos había robado de un modo ilegítimo.

Seamos incorrectos y dejemos justificar la envidia entre niños. Los pequeñitos más humanos no soportaban que el chino pareciera desaparecido en el partido y, de repente, se presentara como un rayo sin el preaviso del trueno. Era una sombra perfecta. Y eso, por entonces, “no valía”. Se mostraba con la fuerza que su delgadez escondía, con un gesto que denotaba esfuerzo pero nunca límites. Nosotros pensábamos que era porque los chinos corrían más. Y punto. Él partía con ventaja. Respecto a los regates con que nos humillaba o los disparos con que decidía los partidos, no teníamos nada que decir. Así que le insultábamos. Cuando comenzaba a llover el Puto chino por el patio, se acababa el partido porque se acababa la fantasía.

Con el tiempo, algunos nos fuimos retirando y asistíamos al partidillo casi mortificados, sentados y apoyados sobre la pared; de repente, aquella fantasía infantil se convirtió en el sueño de ser adulto. Correr detrás de un balón había perdido su encanto, correr detrás del chino era directamente de gilipollas. No hacía falta ser Monchi para darse cuenta de que había evolucionado muchísimo. Disparaba mejor, corría más rápido y no te dejaba ni oler el balón. El cabrón seguía a lo suyo, jugando como dios y hurtando besos y miradas entre los muros de aquella cárcel de lápices. Creo que queríamos crecer para justificar nuestro odio hacia el chino, para razonar que la perfección no mola. Pero, en el fondo, no queríamos su regate ni su peculiaridad física. Lo que envidiábamos era que sabía pisar el freno de su máquina del tiempo. Se sentía como un niño, mientras que nosotros, adultos fumadores de voz flácida, le analizábamos alicaídos. Nunca asumimos que lo mejor hubiera sido devolverle las paredes. Pero nadie quería renunciar a ese oscuro placer maduro que es el odio. Y es que, en la Arguineguín de los ochenta, odiar era compartir.


Twitter: @joseportas

Artículo extraído del nºXIII de Lineker Magazine: